REVISTA Ñ.- La Naturaleza odia el vacío. También odia la inacción. Cada uno de sus elementos, cada uno de sus seres, deben estar siempre ocupándose de nacer, perdurar, reproducirse –si es posible– y morir. En la Naturaleza puede haber improvisación pero nunca, jamás, espacios vacíos. Necesariamente, algo debe crecer en algún lado. Necesariamente, algo debe acumularse en otro. Ahí está el polvo iluminado por rayos solares que ingresa a la habitación impecable y aterra a las amas de casa; también el pasto en el margen de cualquier baldosa, para pavor de Ezequiel Martínez Estrada. La lucha por la existencia es un proceso incesante e impiadoso.
Y si hay algo que los documentalistas dedicados a retratar la vida salvaje han dejado en claro –y los 124 años de la National Geographic Society podrían ser un testimonio elocuente– es que la Naturaleza ha hecho de esa lucha un régimen violento. Sin lugar ahí para los débiles, ¿puede haberlo entre quienes se proclaman verdaderos defensores de la Naturaleza? ¿Qué hace que la conciencia ecologista, a pesar de su largo proceso de institucionalización, de sus campañas de buenas intenciones y de su friendly style se permita, a veces, la exasperación de la violencia? “No podemos depender de los gobiernos, ni de las instituciones, ni de las grandes organizaciones. Ellos son la burocracia”, suele decir el canadiense Paul Watson, uno de los más famosos “ecoterroristas globales” en actividad. Sin turbantes en la cabeza, sin ametralladoras Kalashnikov a la vista, sin la promesa de vírgenes celestiales en el Paraíso para sus seguidores, al margen de todas las convenciones simbólicas y étnicas bajo las que Occidente ha catalogado a sus terroristas habituales, Watson expone un discurso duro como el de muchos acostumbrados a las opciones drásticas. Activista en contra de la energía nuclear, padre de diversas organizaciones para el cuidado animal, miembro fundador de Greenpeace –organización que abandonó por considerarla dedicada sólo a fotografiarse junto a barcos balleneros y recaudar mucho dinero–, Watson sabe que la Naturaleza no funciona como la pintan las escenografías beatíficas de Walt Disney.
Dedicado a la protección de la fauna marina, la flota de su Sea Shepherd Conservation Society ha sido denunciada por sabotear barcos pesqueros para hundirlos y de atacar buques balleneros en alta mar. Acusado de ecoterrorista en Japón, Noruega y Canadá, Watson asegura que sólo actúa contra “actividades pesqueras ilegales” y que destruir la propiedad no es incompatible con su lucha. “No hay nada malo en ser un terrorista, mientras logres vencer. Ahí vas a poder escribir tu propia historia”, es otra de las frases de Watson que angustia a quienes sostienen un activismo ecologista pero dentro del marco estricto de la pura civilización y la diplomacia mediática.
Tildado de ingenuo y de meramente declarativo en la era en que la Civilización resuelve sus conflictos con atentados terroristas de un lado y con ataques preventivos por otro, el activismo ecológico ha comenzado a explorar su propia versión hardcore bajo una pregunta: ¿por qué la Naturaleza debería privarse de la opción violenta? En ese paso de la protesta a la intervención, las guerrillas vegetarianas, los ataques a laboratorios, la suelta de animales y las acciones directas –incendios, bombas de humo, sabotajes– contra toda organización, empresa o poder que usufructúe o ponga en peligro a la Naturaleza, se propagan con la misma virulencia que el director Terry Gilliam imaginó para su película Doce monos.
Sólo en los Estados Unidos, donde el FBI persigue a los sospechosos de ecoterrorismo, se estima que desde su inicio, en los años setenta, la versión terrorista del ecologismo ha causado daños materiales por 150 millones de dólares. Como todo terrorismo, además, también causa paranoias estatales: en Inglaterra, un presupuesto anual de cinco millones de libras –que incluye la infiltración de agentes secretos en organizaciones ambientalistas– persigue potenciales amenazas, aunque no se ha registrado todavía ninguna real en ese país.
Decidido a ocupar ese antinatural espacio de vacío e inacción dejado por los ecologistas de la vieja guardia, mucho de lo que se considera ecoterrorismo se nuclea alrededor de organizaciones radicalizadas como Earth First! En su agenda, las campañas para saturar correos de empresas acusadas de vender comida manipulada genéticamente se mezclan con protestas contra plantas de energía nuclear y sentadas en árboles en peligro de deforestación. Con un sesgo ideológicamente anarquista y una buena cantidad de miembros habituados a las detenciones policiales, el prontuario de Earth First! –con sedes en lugares tan distintos como Bélgica, India, México o Nigeria– no va más allá de los cortes de rutas y la destrucción de motosierras.
El Frente de Liberación Animal (que acumula 600 “actos criminales” desde 1996) y el Frente de Liberación de la Tierra (acusado de incendiar varios resorts de alta montaña estadounidenses para proteger a la Naturaleza), en cambio, también suma seguidores en distintos países, pero bajo una filosofía diferente. En el campo de batalla mediática, la imagen de una bella celebridad –desde Marcela Kloosterboer hasta la actriz sudafricana Charlize Theron– declarándose en contra de los tapados de piel puede ser útil, pero un grupo de asalto que entra a un criadero de visones y los suelta es un objetivo más concreto en la lucha contra la industria peletera. La escalada entre esos dos polos pueden variar: mientras que en México algunos grupos de “guerrilla vegetariana” han llegado a arrojar bombas molotov contra locales de hamburguesas, en España, el año pasado, once personas fueron detenidas por la policía acusadas de soltar animales en granjas de Madrid, Santiago de Compostela, Pontevedra, Asturias y Bilbao. La liberación compulsiva de “rehenes animales” de veterinarias, granjas, circos y zoológicos, sin embargo, abre otra discusión sobre las herramientas del ecoterrorismo: ¿necesita la Naturaleza ser defendida desde los bordes extremos de la Civilización? En principio, la irrupción de los animales liberados suele alterar los ecosistemas de manera negativa; por otro lado, el 70 por ciento de esos animales sencillamente muere al poco tiempo de retornar a una Naturaleza desconocida y salvaje. La vida silvestre, a veces, puede ser más cruel que sus soldados extremos.
La frontera de todas las organizaciones que reivindican la desobediencia civil y la fuerza para proteger a la Naturaleza continúa siendo la vida humana. Y aunque ese límite los separa muy bien de los terroristas que prefieren estrellar aviones o edificios, también es el hábitat para la infinita discusión hermenéutica sobre las fronteras entre lo humano y lo natural. ¿Puede la vida ponerse en riesgo para proteger la vida? ¿Es un animal tan valioso como un humano? Y en tal caso, ¿esos valores serían designados por la Civilización o por la Naturaleza? ¿A qué orden deben los ecoterroristas responder primero: al antropocéntrico o al biocéntrico? ¿Y dónde los ubicaría, entonces, cualquiera de esas posiciones respecto a la Naturaleza? Si ser un terrorista standard es de por sí complicado, los ecoterroristas no lo llevan más fácil.
Otra forma cada vez más extrema del ecologismo –aunque sin violencia para la propiedad de terceros– es la dietética. En su profundización, el vegetarianismo que evita la carne evolucionó hacia el veganismo, que evita cualquier derivado alimentario o textil de animales, y luego hacia el crudivorismo, que evita cualquier proceso de cocción de vegetales para ahorrar energía. Sin aspiraciones ecoterroristas, el vegetarianismo llegó incluso a ser una moda con referentes famosos, y aún con sus cuestiones irresueltas –“¿Eso es cuero vegetariano?”, le preguntó una vez George Harrison a su amigo vegetariano Paul McCartney al verlo con una campera al mejor estilo Elvis Presley– se propagó con éxito como un modo práctico y testimonial de protestar contra el maltrato animal. Pero la armonía con el resto de los comensales se terminó cuando en marzo pasado la Organización Mundial de la Salud (OMS) incluyó al vegetarianismo y al crudivorismo dentro de una lista de “trastornos neurológicos y enfermedades mentales”.
Para la OMS, la filosofía ambientalista de estas dietas eco-friendly fueron responsables de dejar en estado de coma a dos menores de edad de Málaga, España, alimentados por sus padres únicamente con vegetales crudos. Mientras los chicos se recuperaban y sus padres eran obligados a realizar un curso en una clínica psiquiátrica, ecologistas, nutricionistas y crudi-vegetarianos de todo el mundo reiniciaron la larga discusión a favor y en contra de los bordes más arriesgados del vegetarianismo, que evita también todo tipo de lácteos y huevos, restando vitaminas a una dieta que de por sí carece de todas las proteínas de la carne. Así, las acusaciones entre las voces de la Civilización y las voces de la Naturaleza continúan su lucha para imponerse en el ecosistema humano.
En 2006, Richard Linklater filmó Fast Food Nation , una de las pocas películas de Hollywood sobre el crudo circuito económico, cultural y social del universo carnívoro. La escena final –con Avril Lavigne, estrella pop y también vegana– es una buena metáfora sobre los dilemas del ecoterrorismo. Un ansioso grupo de jóvenes ecologistas se prepara para liberar a los animales antes de su viaje final al matadero. Tras una larga discusión sobre la necesidad de llevar su compromiso a fondo, en medio de la madrugada y de la adrenalina, los ecoterroristas rompen las cadenas del corral y declaran la libertad de las vacas. Los animales mugen y miran a sus libertadores sin comprender pero, sobre todo, sin moverse de su lugar.
¿Es la Naturaleza capaz de continuar su curso sin necesidad de la intervención o siquiera la comprensión de quienes desean defenderla? Mirado bien de cerca, ni siquiera el jardín más elegante, armónico y en apariencia dominado por la mano del hombre se diferencia del implacable régimen de vida y muerte de la sabana tropical.