Desde la época del imperio romano la caza del jabalí ocupó un lugar preferente entre las ocupaciones de los nobles, aunque hubo que esperar hasta la revolución francesa para que todos los estamentos sociales tuvieran acceso, con limitaciones, a su caza. Sin embargo, y a pesar de su prohibición, las poblaciones de este suido nunca fueron tan numerosas como son en la actualidad. Sus capturas pueden superar los 200.000 ejemplares al año, es la especie que mas jornadas cinegéticas genera y la que mayor aprovechamiento produce. Ha colonizado prácticamente toda la Península y en zonas como el Pirineo ha sentado sus rehales con inusitada fuerza. Es tal la presión cinegética -no siempre aconsejable- a que está sometido que, bien por daños a la agricultura o por el peligro que implica en las carreteras, su caza en algunos lugares se permite durante todo el año. La Administración no lo quiere, y para los cazadores es su mayor alternativa, al extremo de que 5.000 cazadores abandonan todos los años la escopeta para coger el rifle. A pesar de que el cazador ejerce de regulador de sus poblaciones, sigo pensando que durante las esperas nocturnas autorizadas debería evitarse la muerte de hembras mayores. Una jabalina de 65 kilos, aparte de sacar adelante la prole que le sigue, nos dará el próximo año cuatro o cinco jabatos. Su captura durante las esperas es más asequible que la de los machos y no aporta trofeo alguno. Por sus hechuras y movimientos, venga o no acompañada de jabatos, un buen esperista casi siempre sabrá diferenciarla. Otra cosa son las batidas, donde el lance es más rápido y distinguirla de los machos es mucho más complejo, a no ser que venga acompañada de crías. Es mejor tirar a los jabatos que a la madre. A alguno quizá no le parezca acertado este razonamiento, pero es bueno que valore que en busca de carne no se debe salir al monte. Un jabalí vale cuando está corriendo y muerto nada.