El impecable día a día de un cazador
El reclamo cinegético es la percha de la que se sirve el escritor para realizar «un magnífico retrato social de la posguerra española»
Bajo el reclamo de la caza, qué magnífico retrato social hace Delibes de la posguerra española. Impecable. Lorenzo, el cazador que nos cuenta su vida cotidiana, trabaja de conserje en un instituto. Pese a que su pasión le viene desde niño, es decir, la mamó al lado de su padre, la caza no es una mera distracción, una manera de pasar un fin de semana de asueto deportivo. El morral ha de pesar cuando regresa a casa cansado de pedalear en la ‘burra’; da lo mismo pelo o pluma, el caso es que su madre se ahorre el viaje a la carnicería que la economía doméstica no está para tafetanes. La familia no vive cercada por el hambre, pero la necesidad acucia bastante. Los sueldos apenas alcanzan. Las anotaciones del diario reflejan una preocupación por llegar a fin de mes. Pero no solo Lorenzo, también algún catedrático que se vale de Lorenzo para vender sus apuntes a los alumnos para obtener unos ingresos extras y que lleva nueve años con el mismo traje por más que salte a la vista el desgaste de las mangas pero, con tantos hijos y una casa de alquiler, no le alcanza para ir al sastre… Tampoco a Lorenzo le renuevan el uniforme por más que en las ordenanzas conste que los uniformes han de renovarse cada tres años. Hasta los cartuchos se rellenan en casa para evitar pasar por la caja. De manera que la vida es muy precaria. Y en esa vida abunda el trapicheo, los pequeños sobornos a la autoridad, la ambigüedad moral, y, cómo no, el sueño de que te toque la lotería y puedas comprarte, como los ricachones, un coto para tu disfrute particular. Como un marqués. O irte a la Argentina, donde no se aprecia la carne de liebre para matar todos los días tropecientas piezas y luego, con tanta carne, montar una conservera para exportarla a España.
Qué facilidad la del maestro pucelano para seducirnos con palabras precisas y, al mismo tiempo, populares
Lorenzo vive con su madre y se enamora de Anita, una chica escurridiza y con poca delantera, sometida a las presiones mostrencas de la época. Y es amigo cabal de sus amigos cazadores. Unos cuantos, pero bien dibujados cada cual con sus flaquezas y grandezas. Y tiene una hermana cargada de hijos, cuyo marido cae con frecuencia bajo los efectos turbadores de la bebida. Y un hermano churrero en Madrid. Todo ello podría dar lugar a una magnífica novela de costumbres, a un descarnado retrato social. Pero si ‘Diario de un cazador’, publicada en 1955, sigue siendo una novela refrescante, entre la picaresca y el desgarro, creo que es por el lenguaje. Qué facilidad la del maestro pucelano para seducirnos con palabras precisas y, al mismo tiempo, populares. Lorenzo, antes que cazador, parece un catedrático versado en barras de bares y en mercados callejeros. «Serás hija puta, me cagüen tu padre», le larga a una liebre que se le escurre. El paladeo, el buen decir, la precisión sin caer nunca en pedanterías que no serían propias de un conserje de instituto que, pese a todo, acaba siendo preciso y cabal a la hora de nombrar las cosas. Incluso cuando habla de sentimientos resulta sobrio y conmovedor. Tienes la sensación de que, en efecto, es un conserje de instituto, apasionado por la caza, el que te cuenta sus constantes salidas a los pueblos, pero también sus apuros, sus desasosiegos, sus pequeñas componendas para salir adelante, incluso sus delirios. Es decir que el lector se encuentra con un personaje práctico, tierno y sugestivo, un tipo que rezuma humanidad. Incluso si alguien, por prejuicio, se acercara con prevención a la novela porque no le guste la caza, no dejará de encontrar en ella puntos de complicidad y admiración hacia Lorenzo, un tipo instintivo y primario que seduce por su elegancia natural. Ahí radica el arte. ¡Chapeau!
Fuente. elnortedecastilla.es