CLUB DE CAZA.- A Ñudi y a todos los cazadores heridos que estáis dando la mano más dura de vuestras vidas en estos momentos. A esos cazadores de raza que no se rinden ni dejan caer sus brazos, a los que no se asustan por un mal pronóstico, a los que saben que los últimos cartuchos siempre están por disparar…
Este mes se cumple un año. Doce largos meses en los que las sonrisas no han sucumbido a las lágrimas, ni la luz a la oscuridad, ni la esperanza a la resignación… ni tu cuerpo a ese inesperado órdago que te lanzó la muerte. A esa prueba tan dura que te puso la vida. Maldita sea su estampa. No, amigo Ñudi, dos hemorragias cerebrales y una operación de máximo riesgo no han sido suficientes para quitarte de en medio, para callar la sensatez de tu voz o apagar el brillo de tus ojos. Recuerdo que cuando sucedió todos tragábamos saliva mientras las agujas del reloj, inmisericordes ellas, se movían a golpes de ese siniestro tic-tac que a veces hace que el avance del tiempo parezca una cuenta atrás que nadie quiere. Y también recuerdo a una esposa valiente y a una madre irreductible que removieron cielo y tierra hasta encontrar un neurocirujano que tuviese arrestos de realizar la delicada y peligrosa operación que decidiría tu destino. Porque nadie se atrevía a hacerla, nos dijeron.
El otro día volviste a entrar por la puerta de la redacción. Cojeando, con el brazo izquierdo aún convaleciente y guiñando un ojo para poder vernos bien. Llegaste como el que llega de una guerra, como el que se levanta y se sacude el polvo, como el que comienza a caminar, renqueante, después de lamerse las heridas. Tu mirada sigue siendo la misma, aunque ahora arrastra un poso de veteranía diferente. Ese que sólo se aprende en la escuela de pasarlas putas, cuando estás a punto de morder el polvo y de perder una reyerta a navajazos contigo mismo, con tu peor enemigo.
Nada más darnos el abrazo te dirigiste a tu mesa, la de Trofeo, y te sentaste en tu silla de director. Un año después. Sólo venías de visita, pero no pudiste evitarlo y empezaste a revisar papeles, a hacer preguntas, a sugerir temas para reportajes… Juan Francisco París te pasó el teléfono. «Mariano Aguayo», dijo, y tú lo cogiste y volviste a sonreír. «En la vida nunca esperas que pase esto. Pero pasa», comentaste con una serenidad que a mí me pareció poética.
No tardaste en pedirlo. Como siempre, porque siempre pides y casi nunca compras. «¿Quién fuma rubio?». «No me jodas, ¿todavía sigues dándole?», te recriminé. «De algo hay que morir», respondiste sonriendo con ironía. Y bajamos a la calle. Nos contaste que cuando en una de tus revisiones médicas el oculista te mostró la silueta de un pájaro y te preguntó que a qué animal correspondía tú le respondiste sin vacilar: «A una mirla», adivinando la especie y el sexo del simbolito, para asombro del galeno. Y es que un cazador siempre es un cazador. Aun cuando los caprichos del destino se empeñan en impedírselo.
Por eso quiero dedicarte hoy esta página. A ti y a todos los cazadores heridos que estáis dando la mano más dura de vuestras vidas en estos momentos. A esos cazadores de raza que, como tú, no se rinden ni dejan caer sus brazos, a los que luchan por darle en el codillo a la mala fortuna, por acudir al remate de la enfermedad y hundirle el cuchillo hasta las cachas. Con rabia. Con fuerza. A los que no se asustan por un mal pronóstico, a los que saben que todo va a salir bien y que los últimos cartuchos siempre están por disparar. A los que, como tú, aguardan una recuperación para volver a pisar de nuevo el campo y sentirse vivos, moviendo monte tras sus perros.
«Ojalá me recupere y vuelva pronto», dijiste antes de marchar. No me cabe la menor duda de que así será. Los que te conocemos sabemos que puedes con esto y con mucho más. Así que termina de curarte y regresa cuanto antes. Que el mundo de la caza se hace un poquito más pequeño cada mes que pasa y no cuenta con tu pluma para hacerlo girar. Que se te echa de menos y te estamos esperando a los pies de los cañones. Humeantes, como a ti te gustan. Maestro.