Era una tarde de verano maravillosa. En pleno mes de agosto estábamos pasando unos días de descanso en el sur de Portugal, concretamente en la costa Vicentina.
Su orientación, hace que las puestas de sol se produzcan sobre el horizonte eterno que nos regala el océano Atlántico. Aquel día despejado hacía presagiar que el astro rey se iba a perder hacia las Américas, dando un espectáculo visual que no debíamos ignorar.
Dando un paseo, me dirigí a la caída de la tarde a uno de esos miradores sobre el acantilado, que te permiten ser testigo de este tipo de acontecimientos. A mi perra no le gustan mucho esas pasarelas de madera tan estrechas que la sitúan a casi cien metros sobre el bravo mar. Aun así, me siguió remisa por el mero hecho de tenerme cerca.
Desde nuestro mirador, al borde del acantilado, podíamos ver las pequeñas embarcaciones que volvían a la costa de faenar. Una ingente cantidad de turistas, como nosotros, se iban acercando a la costa para no perderse este espectáculo visual. Turismos, todo-terrenos y furgonetas discurrían por el camino paralelo a la costa para tomar posición.
Todavía brillaba alto el objeto de nuestro interés, cuando vi venir hacia nuestro mirador una “caravelle” alemana, de avanzada edad, decorada con atalajes típicos de estilo, digamos, bohemio.
Al llegar al parking, de ella se bajaron un grupo de cuatro jóvenes y, tras ellos, otros tantos perros. Venía este grupo en nuestra dirección de manera distraída, con los perros sueltos. En un primer análisis visual pude comprobar que la sección humana la componían tres varones, de los que sólo había que reseñar lo manifiestamente mejorable.
Sin embargo, la niña era muy mona, aunque también manifiestamente mejorable, en lo básico y cotidiano. Aunque el aire no venía a favor, su olor a pastilla de “avecrem” se anunciaba.
A pesar de que me encontraba en el mirador con mi perra de caza atada, la manada avanzaba hacia mí con decidida intención de compartir el ocaso. Por mi parte, tras un reseteo rápido de la carta de derechos humanos y libertades fundamentales, me esforcé en no poner objeción: todos somos iguales, me dije.
Pues nada, a ver la puesta de sol juntitos. La verdad es que su cercanía no era incómoda. Se habían sentado a mi espalda a escasa distancia y nada más llegar sus perros se acercaron a conocer a mi sabuesa. En ese momento, pude comprobar que todos eran cruzados (me refiero a los perros), menos un galgo precioso que denotaba cierta falta de ejercicio. Mejor no pensar.
No pude evitar oír su conversación. De hecho, atraparon mi atención cuando uno de los varones planteó en un tono que denotaba un hondo esfuerzo mental, la cantidad de animales que tienen que vivir debajo del agua.
A esta cuestión, otro planteó el peso que tienen que soportar los peces con toda esa agua encima. Aquello me descuadró, pero a la vez me hizo perder la concentración. El debate iba camino de plantear una norma prohibiendo a los pescadores que sometieran a los peces a tamaño esfuerzo, rozando el maltrato animal. Estaban tan distraídos filosofando sobre los derechos de los peces, que se estaban perdiendo el momento en el que el sol desaparece. No tuve más remedio que llamar su atención.
Uno de ellos, reaccionó impresionado y, dirigiéndose a su perro, le señaló el horizonte con el dedo, cual Cristóbal Colón, exhortándole: ¡Chuchi, el sol! El perro, cruzado de pitbull y podenco, a pesar de estar castrado, reaccionó a aquella involuntaria orden y, acudiendo a sus genes cazadores, dando un salto desde el mirador, se lanzó a buscar al objeto de deseo de su dueño.
Al perderlo de vista, fue cuando me di cuenta del error de haber permanecido allí demasiado tiempo. La paz se convirtió en griterío cuando ya no había nada que hacer. Chuchi se inmoló cumpliendo los ignorantes deseos de su dueño. El sol se puso como si nada. Así es la vida. Todavía no he sido capaz de explicarle a mi perra lo ocurrido.
Alfonso Aguado Puig