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Gracias, mujer

CLUB DE CAZA.- Posiblemente nunca imaginaste que un mundo que nunca te importó lo más mínimo acabaría influyendo tanto en tu vida. Posiblemente.

O puede que sí, puede que en tu casa, o en tu pueblo, conocieses o engendrases a alguno de esos locos capaces de sacrificar casi cualquier cosa con tal de pasar el domingo por la mañana en el monte, gastando su esfuerzo, su tiempo y su dinero para regresar a casa con una miserable liebre y una sonrisa de oreja a oreja. Eso si hubo suerte. O puede que esté totalmente equivocado y pertenezcas a ese escaso grupo de mujeres que empuña los hierros y asalta la madrugada soñando los mismos sueños que sueña él, aunque lo más fácil es que no.

¿Quién te lo iba a decir? Tú que decías que los conejos te daban pena porque tenían cara de buenos, más tarde te pusiste seria para decir que en tu casa nunca entraría ese bicho, que te daba asco y que seguro que tenía garrapatas. El muy cabrón. Y, casi sin darte cuenta, te sorprendiste aquella noche, arremangada hasta el codo, haciendo de tripas corazón, torciendo el gesto y sosteniendo entre las manos lo que dejaba de ser animal y empezaba a cobrar forma de almuerzo. Almuerzo que, por cierto, jamás probarías. Él, entretanto, combatía tu agrio gesto con una sonrisa sincera, contento por verte dispuesta a pasar un fugaz momento en su inexpugnable mundo.

Está claro que la caza no fue lo que te enamoró de él. Pero también es cierto que no puedes entenderlo sin ella. Por eso en realidad no te enfadas cuando dices que te enfadas porque llega tarde y lo pone todo perdido, o cuando te dice que tiene que comprar otra caja de cartuchos porque las otras 18 que hay en el armario no le sirven para cazar esos bichos peludos y feos que mañana van a entrarle al puesto por cientos. Y por eso escuchas pacientemente, una y otra vez, cómo descolgó esa perdiz imposible que toda la cuadrilla daba por perdida cuando él se echó la escopeta a la cara. Ese es el motivo por el que te familiarizaste con los chokes de la escopeta, aprendiste a diferenciar entre una paralela y una repetidora y comprendiste que la liebre es la amarilla, y que es más grande que el conejo.

No sé cuántos almuerzos tardarías en probarlo, pero estoy convencido de que al final lo hiciste. Y al ajillo no estaba tan mal. Mejor que el jabalí, el cual te sigue pareciendo que sabe fuerte por mucho que él insista en que es casi mejor que la ternera y que no engorda. También sé que al final acabaste aceptando que al unirte a él también te casabas con la caza. A pesar de las horas de espera, de los planes de fin de semana desbaratados, del barro de las botas y de ese maldito olor a jabalí que desprenden sus manos cuando, encima, intenta acariciarte. A pesar de que no acabas de encontrarle el sentido a esa indómita afición, que para él siempre viene de cara y a ti se empeña en mostrarte sólo su cruz.

Por eso te dedico estas líneas. Porque ya es hora de que ‘la’ Jara y Sedal que todos los meses reposa sobre la mesa del comedor se acuerde de ti. De la novia, de la esposa o de la madre que nos parió. Porque también eres parte de la caza, aunque nunca lo hayas pretendido. Porque comprendes aunque no entiendas, con la paciencia que sólo otorga el amor de una mujer. Porque sin ti, este mundo de locos tampoco sería posible. Porque también estás aquí siempre. Refunfuñando o sonriendo, pero siempre estás aquí. Gracias por todo, mujer.

Editorial publicado en el número de septiembre de Jara y Sedal

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