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La ética en la caza

Para empezar a hablar de la
ética en la actividad venatoria es
imprescindible recordar la caza en el
paleolítico (hace unos 20.000-24.000
años) y en el neolítico (hace
unos 5.000-6.000 años).

El cazador del paleolítico y del
neolítico obtenía de la caza lo
siguiente: 

 

-Pieles para abrigarse y para tejado de sus
tiendas de campaña. 

 

-Carne con la que alimentarse. 

 

-Tendones para coser las pieles. 

 

– De los huesos, cuernos y cuernas, puntas
de flechas y arpones para cazar y pescar;
agujas para coser. 

 

-Rompiendo los huesos largos, se
alimentaban también de la
médula ósea o
tuétano. 

 

-Las rótulas (tabas) de grandes
ungulados se utilizaban para soporte de palo
para conseguir fuego, por frotamiento. 

 

-De las cuernas de los grandes
cérvidos (venado, etc.)
obtenían instrumentos para que los
individuos recolectores de bulbos, semillas,
frutos, etc. (probablemente mujeres en su
mayoría) los utilizaran con estos
fines. 

 

-Plumas para adornarse. 

 

-Quizás las cuernas citadas -en los
comienzos de la agricultura, en el
neolítico- se utilizaran como primitivos
arados. 

 

La pieza de caza se aprovechaba en su
totalidad. 

 

En Atapuerca (Burgos) todo esto se
explica muy bien y de forma muy
didáctica. 

 

Cazar un grupo de hombres en el
paleolítico directamente las presas (con
lanzas, arcos y flechas, azagayas, etc.) o
espantándolas hacia una sima, pozo
natural o acantilado (con ayuda de perros en el
neolítico) donde se despeñaban
y así aprovechar todos los tesoros
citados, en muchas ocasiones debió ser
la diferencia entre la vida y la muerte del
grupo de cazadores y sus familias. 

 

Si la caza era exitosa, el grupo y sus
familias seguían vivos. Si fracasaban
una y otra vez -sobre todo en periodos
fríos- significaba la muerte del grupo.
Quizás por esto, la gran alegría
que produce la captura de la pieza. En nuestros
genes tenemos grabada esta antigua realidad
determinante para el futuro del grupo en el
arcaico periodo. 

 

Con estos antecedentes, parece que
aprovechar la carne del animal abatido -en la
actualidad- es una cuestión que
debería imponerse casi como una
obligación moral. 

 

Como decía mucho más
recientemente el indio Seatle en 1885 al
presidente americano hablando de la caza de
los bisontes: «Nosotros nos lo comemos todo
porque respetamos al animal que hemos
abatido», en contraposición a las
matanzas de miles de bisontes por parte de los
hombres blancos que los dejaban pudrirse en la
pradera. 

 

El mensaje del indio Seatle es
sencillamente emocionante. 

 

La caza no es un deporte, es algo
más. 

 

La caza no debe practicarse por
diversión, en ese caso sería –
como mínimo- una frivolidad. Las
relaciones humanas que se viven con los
compañeros son de alta intensidad y
muchos lances no se olvidan nunca. 

 

La caza es fundamentalmente un
aprovechamiento de un recurso. 

 

Pero en la actualidad otros cazadores
(muchos de caza mayor) cortan la cabeza del
animal (el trofeo) y el resto queda en el
monte. 

 

¿Es esto presentable? A primera
vista parece un acto obsceno. Pero casi todo
tiene su parte negativa y positiva. El hecho de
que la mayor parte del cuerpo quede
abandonado en el monte es una gran noticia
olorosa para lobos, zorros, jabalíes y
osos; también para buitres leonados y
negros, águilas reales, milanos,
córvidos, etc. 

 

Un cazador de una gran ciudad
española me decía hace poco
«que si aparecía en su casa con una
pata de corzo, su mujer le echaba del
domicilio». Como consecuencia de ello, solo se
lleva a casa la cabeza de los corzos. 

 

¿Qué debemos hacer?
 

 

Esto es evidentemente personal e
intransferible, pero parece razonable que en la
caza mayor de ungulados -como
símbolo de respeto por el animal
abatido- aunque el cazador no tenga ninguna
necesidad de «aportar carne a casa»,
debería llevarse al menos una muestra
de la carne, como por ejemplo los lomos,
aunque sean para regalar y el resto para los
lobos. 

 

Estos pequeños detalles dignifican
la caza, y ante la opinión
pública -mayoritariamente no cazadora
y detractora de la actividad- aparecería
mejor vista. 

 

En la caza menor, normalmente se
aprovecha toda la carne -excepto las
vísceras- ya que sus dimensiones
así lo aconsejan. 

 

 

Hablando de carne, en algunas zonas la
densidad de jabalíes, hembras de
cérvidos y hembras de cabra
montés, etc. justificaría la
intervención sistemática y
decidida en el sentido de reducir poblaciones y
enviar grandes cantidades de carne de caza a
los bancos de alimentos, Cáritas, Cruz
Roja y otras instituciones benéficas,
porque con todos los respetos para los
carroñeros silvestres, los niños
con necesidades están primero.

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Para empezar a hablar de la
ética en la actividad venatoria es
imprescindible recordar la caza en el
paleolítico (hace unos 20.000-24.000
años) y en el neolítico (hace
unos 5.000-6.000 años).

El cazador del paleolítico y
del neolítico obtenía de la caza
lo siguiente: 

 

-Pieles para abrigarse y para tejado de sus
tiendas de campaña. 

 

-Carne con la que alimentarse. 

 

-Tendones para coser las pieles. 

 

– De los huesos, cuernos y cuernas, puntas
de flechas y arpones para cazar y pescar;
agujas para coser. 

 

-Rompiendo los huesos largos, se
alimentaban también de la
médula ósea o
tuétano. 

 

-Las rótulas (tabas) de grandes
ungulados se utilizaban para soporte de palo
para conseguir fuego, por frotamiento. 

 

-De las cuernas de los grandes
cérvidos (venado, etc.)
obtenían instrumentos para que los
individuos recolectores de bulbos, semillas,
frutos, etc. (probablemente mujeres en su
mayoría) los utilizaran con estos
fines. 

 

-Plumas para adornarse. 

 

-Quizás las cuernas citadas -en los
comienzos de la agricultura, en el
neolítico- se utilizaran como primitivos
arados. 

 

La pieza de caza se aprovechaba en su
totalidad. 

 

En Atapuerca (Burgos) todo esto se
explica muy bien y de forma muy
didáctica. 

 

Cazar un grupo de hombres en el
paleolítico directamente las presas (con
lanzas, arcos y flechas, azagayas, etc.) o
espantándolas hacia una sima, pozo
natural o acantilado (con ayuda de perros en el
neolítico) donde se despeñaban
y así aprovechar todos los tesoros
citados, en muchas ocasiones debió ser
la diferencia entre la vida y la muerte del
grupo de cazadores y sus familias. 

 

Si la caza era exitosa, el grupo y sus
familias seguían vivos. Si fracasaban
una y otra vez -sobre todo en periodos
fríos- significaba la muerte del grupo.
Quizás por esto, la gran alegría
que produce la captura de la pieza. En nuestros
genes tenemos grabada esta antigua realidad
determinante para el futuro del grupo en el
arcaico periodo. 

 

Con estos antecedentes, parece que
aprovechar la carne del animal abatido -en la
actualidad- es una cuestión que
debería imponerse casi como una
obligación moral. 

 

Como decía mucho más
recientemente el indio Seatle en 1885 al
presidente americano hablando de la caza de
los bisontes: «Nosotros nos lo comemos todo
porque respetamos al animal que hemos
abatido», en contraposición a las
matanzas de miles de bisontes por parte de los
hombres blancos que los dejaban pudrirse en la
pradera. 

 

El mensaje del indio Seatle es
sencillamente emocionante. 

 

La caza no es un deporte, es algo
más. 

 

La caza no debe practicarse por
diversión, en ese caso sería –
como mínimo- una frivolidad. Las
relaciones humanas que se viven con los
compañeros son de alta intensidad y
muchos lances no se olvidan nunca. 

 

La caza es fundamentalmente un
aprovechamiento de un recurso. 

 

Pero en la actualidad otros cazadores
(muchos de caza mayor) cortan la cabeza del
animal (el trofeo) y el resto queda en el
monte. 

 

¿Es esto presentable? A primera
vista parece un acto obsceno. Pero casi todo
tiene su parte negativa y positiva. El hecho de
que la mayor parte del cuerpo quede
abandonado en el monte es una gran noticia
olorosa para lobos, zorros, jabalíes y
osos; también para buitres leonados y
negros, águilas reales, milanos,
córvidos, etc. 

 

Un cazador de una gran ciudad
española me decía hace poco
«que si aparecía en su casa con una
pata de corzo, su mujer le echaba del
domicilio». Como consecuencia de ello, solo se
lleva a casa la cabeza de los corzos. 

 

¿Qué debemos hacer?
 

 

Esto es evidentemente personal e
intransferible, pero parece razonable que en la
caza mayor de ungulados -como
símbolo de respeto por el animal
abatido- aunque el cazador no tenga ninguna
necesidad de «aportar carne a casa»,
debería llevarse al menos una muestra
de la carne, como por ejemplo los lomos,
aunque sean para regalar y el resto para los
lobos. 

 

Estos pequeños detalles dignifican
la caza, y ante la opinión
pública -mayoritariamente no cazadora
y detractora de la actividad- aparecería
mejor vista. 

 

En la caza menor, normalmente se
aprovecha toda la carne -excepto las
vísceras- ya que sus dimensiones
así lo aconsejan. 

 

Hablando de carne, en algunas zonas la
densidad de jabalíes, hembras de
cérvidos y hembras de cabra
montés, etc. justificaría la
intervención sistemática y
decidida en el sentido de reducir poblaciones y
enviar grandes cantidades de carne de caza a
los bancos de alimentos, Cáritas, Cruz
Roja y otras instituciones benéficas,
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