La caza con ojeo en la modalidad
de perdiz y conejo empieza a primeros de
septiembre y termina a finales marzo. En
estas tareas andábamos muchos
ledesminos, desde muchachos de 10
años hasta hombres de todas las
edades.
En esos meses, llegaban a Ledesma
cazadores de todos los lugares de
España y algún que otro
extranjero invitado por esos cazadores. Era una
temporada en la que se hacía ‘el
agosto’ a pesar que no eran de cartera
fácil; los que más pagaban
eran los vascos, pues la mayoría que
recalaban en Ledesma procedían de
aquellas tierras.
La jornada de caza empezaba por un buen
desayuno a las cinco o seis de la
mañana. Las madres se solían
levantar bien temprano para tenerlo todo
preparado, ya que en algunas fincas no nos
daban el bocadillo. Fardel en mano
(más bien al hombro) y bien
abrigados, pues los campos estaban blancos
con esas heladas que caían,
salíamos de casa esperando a que
llegaran los señoritos, como les
llamábamos nosotros. Algunas veces
nos llevaban en sus coches y otras veces
íbamos andando hasta Calzadilla,
Peñameces, Espioja, Zamfroncino,
Tuta…
Ya en la finca, los cazadores se situaban a
un extremo de un extenso terreno y nos
posicionaban al otro lado en forma de
‘C’ o semicírculo para
que la caza no tuviera otra escapatoria que
llegar hasta los cazadores. Para realizar esa
tarea a algunos nos daban unos cencerros,
otros llevábamos unos palos para
varear la vegetación y espantar la
caza, si bien es cierto que alguna vez te
salía un bastardo o lagarto, casi
siempre cerca del mediodía, porque por
la mañana, con el frio, estaban
aletargados.
Así nos íbamos acercando a
los cazadores y cuanto más cerca,
más se oían los perdigones que
caían sobre las hojas de los
árboles. Era entonces el momento de
coger un trapo que previamente nos
habían dado y atarlo en una punta del
palo para agitarlo y que los cazadores nos
vieran.
Una vez terminada la caza y mientras se
hacia el recuento de las piezas capturadas, a
los más chicos nos mandaban a coger
algo de leña para hacer una hoguera y
asar unos choricillos o freír unos
torreznos que ellos habían llevado en
los coches. ¡Qué rico nos
sabía aquello! Pues el bocata que nos
habían preparado nuestras madres,
dónde estaría a esas horas. Y
así terminaba otra jornada de
ojeo.
No os creáis que se nos ha
olvidado cobrar, ya que cuando
lleguábamos al pueblo había
reparto para todos y ese dinerito iba a casa
íntegramente, como hacíamos
siempre.
Para terminar, una anécdota:
algunos de los mayores, cuando encontraban
una pieza abatida, la guardaban entre la
maleza o en la horquilla de un árbol
para regresar en la penumbra a recogerla,
aunque esas acciones estaban muy
penalizadas, ya que si te veían los de
la finca te podías ir
‘calentito’ a casa. Pero para
dejarnos un ‘buen sabor de boca’
terminamos acordándonos de los
choricitos y la panceta frita, que estaba
buenísima.