Aunque preocupasen
los planes y actuaciones de las
administraciones sobre los
aspectos laborales y sociales de las
rehalas, la pasión por la
caza y el amor a perros y
tradiciones no debió llevar a
voluntarismos como los de la inicial
carta a la ministra de Empleo en el
origen de la actual contienda,
cerrada por ahora con la
manifestación en Madrid del
pasado sábado.
Las reivindicaciones necesitan
rigor y no lo tiene decir en
términos maximalistas y
absolutos, sin distingos, que la
caza con rehala es actividad de
ocio y meramente deportiva
practicada por afición,
equiparando a sus asociaciones y a
ellas mismas con clubes y
entidades deportivos sin
ánimo de lucro perceptores
de propinas
«voluntarias» para el
combustible, asimilando la
montería a un
espectáculo deportivo y
parangonando a los perreros con
los esquiadores o tenistas que no
compiten ni están obligados
a federarse. Y menos fuerza
aportaba considerar a los
rehaleros/perreros deportistas
profesionales a efectos de las
relaciones laborales especiales del
Decreto 1006/1985, de 26 junio,
por unas actuaciones marginales y
de temporada de las que no viven,
cifradas en treinta días al
año, algo cierto para
muchos, parcialmente para otros e
inexacto para quienes con
múltiples recovas
actúan bastantes
días más.
Cuando el ejercicio de la caza
deviene actividad
económica (y así lo
proclaman los inversores
cinegéticos si les conviene,
haciendo del desarrollo rural un
arma frente a políticos y
prohibicionistas), sus gerentes u
organizadores necesitan contratar
servicios externos, como en tantas
otras operaciones, productivas o
no, incluso benéficas. En
línea con ello van mis
informaciones de hoy, legales pero
comprensibles, como corresponde
a un elemental trabajo divulgativo.
No sin la advertencia de limitarme
a lo laboral y de seguridad social,
al margen de los aspectos
tributarios. Y
ciñéndome a quienes
en el desarrollo de jornadas de
caza utilizan a empresas y
profesionales o a trabajadores
autónomos o dependientes.
Si me permiten la
expresión, «a los
dueños de la
cacería»
(«‘patronos’
cinegéticos»
sería otro nombre). No se
contempla aquí a los
propietarios de fincas y titulares de
cotos que arriendan o ceden
cacerías,
desentendiéndose de su
curso, ni a los ayudantes que
pueda buscar el cazador por
sí mismo.
Respetando la extrema
calificación que le daba a la
caza la carta enviada al ministerio
(«actividad deportiva de
interés general a cuya
práctica tienen derecho
todos los ciudadanos en
condiciones de igualdad»),
yo sostengo que la caza es ocio
para muchos, en muchas de sus
manifestaciones y en
muchísimas ocasiones, pero
negocio para no pocos en
bastantes casos, los que
más dinero mueven. Parece
una ironía, si no un
sarcasmo, hablar de ausencia de
lucro en ojeos de miles de
hectáreas, a miles de euros
la acción y con miles de
reses muertas (en gran parte
«bocas» o
«medallables», como
hoy se califican con
cursilería empachosa).
Igual diría de las docenas
de rehaleros que, pica en ristre y
con cientos de canes,
«montean» en cercas
y vallados de aquí y
allí, más de un
día y más de dos.
Veamos lo que en las modernas
monterías puede
suceder:
—En caso de contratar
empresas de servicios, no cabe
exigir al organizador afiliaciones ni
cotizaciones sociales, siendo los
proveedores los obligados hacia
sus propios trabajadores:
restauración, carniceros,
retirada de despojos,
taxidermistas, etc.
—Si los colaboradores,
necesarios u opcionales, son
profesionales liberales, no hay
aplicación del derecho
laboral o social; y menos cuando
resulten oficialmente retribuidos
con honorarios de baremo o
corporativos, caso del
veterinario.
—Lo mismo digo si se
emplean autónomos de
profesión no colegiada, por
ejemplo, un transportista para
distribuir monteros o acarrear
piezas a la junta de carnes.
—Distinto es emplear a
trabajadores que solo ponen sus
pies y manos bajo las indicaciones
del organizador o sus
representantes. En tal caso, parece
obligatoria la afiliación de
secretarios, cargadores, postores,
ojeadores, morraleros, etc.,
aunque se cace por
invitación Solo se
salvaría quien fuese sin
remunerar, por amistad o gusto, y
los familiares hasta el grado a que
alcance la eventual
excepción legal. Es decir, el
acompañante o ayudante no
asalariado. Pero que lo sea de
verdad, no que se diga que lo es
sin serlo, ingenuidad que no libera
de responsabilidad por accidente,
menos en caso de jubilados,
subsidiados u otras
irregularidades.
¿Qué sucede con
las rehalas? La respuesta
irá en la segunda parte,
adelantándoles que llamo
«rehalero» al
dueño de la rehala y dejo lo
de «perrero» para el
que la controle un día
concreto, añadiendo
enseguida que, en principio, un
rehalero con sus vehículos,
licencias y seguros de caza,
visados de transporte y
sanidad…, es jurídica
y contractualmente un empresario
o autónomo en
relación al organizador de
la montería donde
interviene. Puede ser un mero
aficionado, pero no podría
cobrar, porque afición y
retribución son
incompatibles. Si fuese un cazador
más, cabría sumar
sus gastos a los de otros y
repartirlos entre el grupo que
montee en cuadrilla, costumbre
seguida en muchos territorios
hispanos, especialmente del norte.