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Legitimidad y futuro de la caza

Legitimidad y futuro de la caza

Legitimidad y futuro de la caza

El porvenir de la caza dependerá de su esencia y de la valoración social; es necesario que los comportamientos inapropiados se censuren desde dentro del propio sector

A juzgar por las cifras globales que aporta un reciente informe de la fundación Artemisan, la caza es una actividad económica y socialmente relevante en España, con más de 800.000 licencias, un gasto directo anual de unos 5.500 millones de euros y más del 80% del territorio sustentando algún tipo de uso cinegético. Y sin embargo presenta señales inequívocas de declive: el número de licencias disminuye con regularidad, el ejército de cazadores envejece y la caza afronta, además de alguna controversia en cuanto a sus efectos sobre la conservación de la biodiversidad, un antiguo reparo sobre su legitimidad ética y una creciente desafección social. El distanciamiento de la caza no es un logro del activismo de los grupos animalistas y anticaza, relativamente minoritarios, sino el reflejo de un cambio en la percepción de la naturaleza y en la relación con los animales que se ha ido instaurando a lo largo de las últimas décadas en las sociedades urbanas, permeando a sectores cada vez más amplios para los que la caza resulta incomprensible antes que inaceptable. Veamos, siquiera en esbozo, algunos elementos de este debate.

El biólogo evolucionista Edward O. Wilson acuñó en 1984 el término «biofilia» para definir la tendencia innata de los humanos a sentirnos atraídos por todas las manifestaciones de la vida, con una especial afiliación hacia los animales. Nos gusta contemplar la naturaleza y pasear por los bosques, proyectamos parques en las ciudades, acogemos mascotas y plantas en el interior de las viviendas y nos fascinan los documentales sobre vida animal. Todas esas son expresiones de nuestra afinidad e interés por la vida, de nuestra biofilia, que ha evolucionado a causa de su valor adaptativo; es decir, debido a que el acercamiento a los seres vivos propicia el conocimiento de sus características, la familiarización con sus hábitos y la previsión de sus respuestas, lo cual reportaba ventajas en la obtención de alimento, la evitación de parásitos o el escape de los depredadores, en las condiciones ambientales en que ha evolucionado nuestra especie en los últimos milenios. Pues bien, aunque la atención hacia la naturaleza no tiene tanta importancia práctica en las sociedades humanas actuales, esa curiosidad atávica persiste, y en algunos individuos que han recibido los estímulos pertinentes lleva aparejado el afán de captura y posesión; de ahí el coleccionismo (de insectos, de conchas, de fósiles…), la recolección (de setas, de bayas…), la caza, la pesca y, en cierto modo, también la fotografía de naturaleza.

Ahora bien, el hecho de que exista una tendencia, digamos natural, al acecho y persecución de animales no implica que la caza sea hoy una actividad necesaria o inevitable, que pueda ejercerse sin cortapisas o que tenga legitimidad moral por razón de su anclaje evolutivo. Admitir eso sería incurrir en el error conocido como «la falacia naturalista, consistente en postular que lo verdadero es necesariamente bueno o que lo biológicamente natural es moralmente aceptable. No es así: el propósito de la ciencia es explicar cómo son las cosas y por qué son como son, no imponer cómo deben ser; en concreto, los principios de la biología evolutiva nos ayudan a interpretar ciertos comportamientos humanos, a explicar cómo se han generado e incluso a buscar la forma de modificarlos, pero el dictamen sobre su naturalidad no autoriza a fundamentar valoraciones morales acerca de esos comportamientos.

El maltrato de los animales

Algunos de los más reputados biólogos evolutivos (citemos, por precedencia y jerarquía, a Darwin, a Mayr, a Wilson) han coincidido en apreciar que la moralidad, junto con la cultura y el lenguaje simbólico, son adquisiciones singulares que contribuyen mucho a explicar el éxito evolutivo del linaje humano. La propensión a realizar juicios morales, conceptuando nuestros actos o los de otras personas como apropiados o inapropiados, como justos o injustos, existe en todas las poblaciones humanas conocidas, pero la moral normativa concreta, aquella que prescribe qué actos particulares son considerados éticamente aceptables, es variable y está moldeada por influencias culturales, sociales y religiosas. En este contexto, la consideración moral del trato a los animales no humanos ha ido cambiando en el tiempo, avanzando hacia posiciones de mayor sensibilidad y hacia el reproche social de las prácticas más claramente abusivas.

En el último tercio del siglo XX, ante el avance evidente de los procesos de contaminación, de destrucción de los ecosistemas naturales y de extinción de especies, cobran fuerza los movimientos de conservación de la naturaleza y, en sus aledaños, resurge la preocupación por el maltrato de los animales. En ese marco se inscribe la Declaración Universal de los Derechos del Animal en cuyo artículo 11 se establece que «todo acto que implique la muerte innecesaria de un animal es un biocidio; es decir, un crimen contra la vida». El término «innecesaria» es clave en esa declaración, porque parece exonerar de culpa las muertes de animales que resulten útiles en diferentes aspectos que contribuyen al bienestar humano: alimentación, investigación biomédica, eliminación de plagas, etc. Esta acepción utilitaria de la ética animalista no resulta enteramente satisfactoria, ya que juzga la validez moral de un acto por la utilidad de sus consecuencias más que por su valor intrínseco, pero está próxima a lo que el ciudadano medio considera hoy razonable y aceptable. Solo en los márgenes se critican ciertas prácticas mortíferas pero útiles, como la ganadería intensiva, el control letal de plagas o el uso de animales en investigación biomédica; mientras que la caza deportiva tiende a estar bajo sospecha de inmoralidad, puesto que no es una actividad cuyo fin sea la obtención de carne, pieles u otros bienes materiales necesarios. Los cazadores serían, de acuerdo con esta percepción, seres primarios, agresivos e insensibles, que matan por diversión, por el mero placer de matar. Por su parte, el discurso de los cazadores más sofisticados suele alegar que la muerte del animal no es, paradójicamente, el hecho esencial de la caza (Ortega y Gasset ha desarrollado esa noción en su célebre prólogo al libro de Yebes) y alude a motivaciones de índole superior, como la activación de emociones ancestrales, la inmersión actoral plena en la naturaleza o la busca de una interacción genuina con los animales objeto de caza.

La caza es una actividad tradicional cuyas premisas se han ido modificando en el curso de la historia y cuya apreciación está muy estructurada socialmente, ya que no se percibe de igual manera en diferentes ámbitos geográficos, en diferentes sectores de militancia política, en diferentes estratos sociales y culturales; ni en diferentes grupos de sexo o edad. Existen, por ejemplo, marcadas diferencias entre la forma de relacionarse con los animales en el medio rural, en donde los animales domésticos cumplen una función de utilidad material; y en el medio urbano, en el que los animales-mascota están personificados y tienen estatus de convivientes en el ámbito familiar. En este entorno, la imagen de los animales está muy condicionada por la representación que ofrecen los documentales guionizados sobre la naturaleza o por la iconografía sin aristas de las campañas publicitarias. Pero sería ingenuo pensar que la única razón de la actual desafección social hacia la caza es esa llamada «disneyzación» de una sociedad mayoritariamente urbana, alejada del mundo rural y del trato cotidiano con los animales, a los que ha idealizado; ha habido, además, un proceso general de sensibilización de estratos muy amplios de la sociedad en relación con el trato que se da a los animales (apartando la mirada de los mataderos, por el momento); un avance genuino, pero con un fondo más emocional que reflexivo.

Corriente conservacionista

En paralelo a esa sensibilización referida al trato que recibe el animal individual ha crecido una corriente conservacionista, seguramente menos extendida pero con buenos argumentos, preocupada por los posibles efectos de la caza en la conservación de la biodiversidad y en el desarrollo de los procesos ecoevolutivos en que participan las especies afectadas directa o indirectamente por la acción cinegética. Es plausible admitir que la caza ejercida legalmente no merece reproche social, pero ello no oculta que las leyes cambian y que el futuro de la caza depende de un dictamen social en el que tendrán mucho peso los aspectos éticos y conservacionistas antes indicados. La legitimidad o falta de legitimidad no son atributos que quepa asignar de forma genérica a la caza, sino a la forma concreta en que la entiende y ejerce cada cazador; ya que el dictamen exige armonizar la reflexión de la conciencia individual, que define la moralidad, con las exigencias de la sociedad o el Estado plasmadas en las leyes, que determinan la legalidad. Así pues, la justificación ética es una cuestión que debe resolverse individualmente, pero también puede ser valorada y exigida socialmente, de modo que los límites en el ejercicio de la caza dependerán finalmente del consenso social y su plasmación en las leyes, que constituyen el contrato de obligado cumplimiento entre los cazadores y la sociedad.

En este escenario, es evidente que el futuro de la caza no dependerá únicamente de cuál sea su esencia, sino también de cuál sea su valoración social, de la imagen pública que proyecte; por ello, los cazadores comprometidos deben hacer una vigilancia activa de ciertos comportamientos inapropiados que se dan dentro del propio sector y que son especialmente dañinos; están de más, por ejemplo, los alardes groseros en las redes sociales, la exposición impúdica de cadáveres amontonados tras ciertas partidas de caza comercial, las sueltas para matanza inmediata de animales criados en granjas y no adaptados al terreno o la exhibición de tecnologías ventajistas que soslayan las exigencias de «esfuerzo y destreza» que prescriben los clásicos, desde Martínez de Espinar hasta Ortega y Gasset, como consustanciales a la caza. En todo caso, la defensa de la caza no puede basarse en la mera ocultación de sus aspectos más ásperos, sino en la proposición activa de su viabilidad, de su raigambre cultural, de su importancia en el desarrollo socioeconómico de las áreas rurales, de su papel en la conservación de la biodiversidad y de su utilidad ecológica como alternativa a usos agroganaderos que pueden ser más nocivos para el medio natural, al menos en ciertas condiciones de naturalidad del ecosistema y de estructura de la propiedad. Tareas de reflexión y de comunicación difíciles y de largo aliento, pero indefectibles, incluso sin que haya garantías de que finalmente consigan «doblar la curva» de la tendencia declinante de la caza.

Fuente. abc.es

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