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El pulpo. Poderoso y sabroso

El pulpo. Poderoso y sabroso

Mucho se ha escrito sobre el pulpo y sobre su pesca a grandes profundidades, historias de ejemplares monstruosos que nos suenan lejanas, sin embargo nuestras costas cobijan gran número de este lúgubre personaje de pequeño tamaño.

Se fijan en las rocas con sus dos brazos más largos y acechan a sus presas a las que ahogan para despedazarlas con el único diente de su boca.

Tremendamente voraces, destruyen por el único placer de destruir. Su pesca es relativamente sencilla; cuanto más bajas sean las mareas mucho mejor para localizarlos y si no se quiere perder el tiempo es preciso meterse en el agua hasta la cintura para poder experimentar la satisfacción de un buen lance.

Es preciso disponer de una caña de unos tres metros de largo y un palo de un metro. En el extremo de la caña hay que atar fuertemente unos pedacitos de tela de todos los colores posibles, de forma que las puntas de las mismas estén sueltas. Este constituye el cebo de debe cogerse con la mano izquierda. En la mano derecha se cogerá el palo al que en la punta deberá colocarse dos anzuelos muy grandes, separados uno del otro.

Dispuestos ya los dos artilugios hay que caminar entre las rocas muy despacio, paseando el señuelo (los pedazos de tela) por la superficie, de modo que el pulpo fije en ella su atención creyendo ver una presa. Cuando así suceda, alargará uno de sus tentáculos y cuando crea cogerla se hallará sorprendido y enganchado por la rápida acción del otro palo. Hay quien suele utilizar un solo palo con ganchos en la punta entre el señuelo, si bien es más manejable hacerlo con dos cuando se trata de zonas de muchas rocas.

Al sacarle a la orilla conviene darle la vuelta a la cabeza y arrancarle el diente. Antes habrá cambiando de color, disminuyendo su volumen hasta el punto de quedarse reducido a una especie de vejiga blanda y sin forma.

Dan más la sensación de peligrosidad que la que tienen aunque es prudente con los de cierto tamaño realizar la operación que hemos indicado anteriormente para no verse mordido por su único diente. Diente que poco asusta a su enemigo, la langosta, cuya sola presencia le petrifica, por mucho que goce de una propiedad muy singular; cuando se cortan sus largos tentáculos renacen de nuevo sin sufrimiento alguno aparente.

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