Seguimos inmersos en plena temporada de caza al corzo en la modalidad de rececho y, según los especialistas, estas semanas son las mejores para capturar al más pequeño de los cérvidos europeos, muy listos, que se ha instalado y con mayúsculas por todo nuestro territorio, aunque a veces su comportamiento le pueda jugar malas pasadas.
Si repasamos la biología del corzo, veremos que su marcada territorialidad depende de la época del año y sobre todo de su época reproductiva. Si en invierno y en ocasiones se dejan ver juntos varios corzos, para febrero y marzo comienzan a separarse y a dispersarse. Los machos empiezan a descorrear sus cuernas entre febrero y abril, frotándose la cabeza con árboles y arbustos, señalando de paso sus territorios a principios de primavera.
Para estas semanas de mayo, las hembras adultas escogen o repiten sus lugares de cría, ya que suelen ser los mismos cada año, donde darán a luz a entre uno y tres corzos, que criarán hasta la llegada de otros nuevos. En cualquier caso, durante las primeras semanas, entre uno y dos meses, estarán las crías escondidas entre la vegetación porque son muchos los peligros que les acechan. En verano, hacia julio, comienza el celo en las hembras, de apenas de un par de días o tres, periodo que no volverán a tener hasta el año siguiente.
Otra curiosidad de este animal es que los embriones fecundados no se desarrollan hasta cinco meses después, para que los nacimientos y la lactancia se produzcan en la época con la máxima disponibilidad de alimentos. El corzo, rumiante, se alimenta sobre todo de hojas, brotes tiernos y frutos, y por la configuración de su estómago debe comer en breves y diversos momentos del día, intercalados con ratos de reposo y rumia. Puede llegar a comer hasta tres y cuatro kilos de materia verde en un mismo día. Recordar que los machos pueden llegar a pesar entre 24 y 30 kilos, mientras la hembra de 2 a 6 kilos menos. Su altura en cruz varía de 60 hasta 75 centímetros.
El corzo es un animal muy listo, al que solo le traicionan sus costumbres, su propio comportamiento y esa necesidad de comer, lo que realiza de noche o a media luz y en función del territorio y la época del año que se trate. Está equipado con unas grandes orejas que refuerzan su sensibilidad auditiva y de un excelente sentido del olfato, atributos a los que además les acompañan una buena vista. Tres armas idóneas para defenderse a distancia en el bosque, su hábitat diurno, y cuya espesura solo abandona al amanecer y al ocaso. Su territorio lo marca con un sistema olfativo a través de sustancias químicas que libera con la frente, al frotar con la cabeza ramas y arbustos, o con el pie posterior y pezuñas delanteras, con las que escarba en el suelo. También señaliza su presencia con unas vocalizaciones similares a los ladridos de un perro, la denominada ladra, que suele desesperar a los recechistas porque se ha delatado su presencia. Los machos ocupan más territorio que las hembras, que solapan así sus zonas de influencia. Los jóvenes son los que disputan el terreno a los machos viejos y fuertes, lo que suele crear épocas de solapamientos y normalmente empuja la expansión de esta creciente especie hasta zonas donde no se les solía ver y se terminan por instalar.
Volviendo a su caza, otra de las peculiaridades del corzo, junto a la pronta respuesta y huida a la mínima señal de alarma, es su curiosidad. Si está en campo abierto o en la pista de un arbolado, después de una rápida carrera quizás decida pararse a mirar mejor qué le ha asustado. La parada apenas durará un par de segundos, sintiéndose ya alejado del riesgo. El cazador novato estará jurando al haber sido descubierto; pero el veterano ya habrá llevado el rifle a su sitio e incluso buscado un apoyo para fijar la cruz de la mira y estará presto para doblar su dedo índice con decisión. Una curiosidad letal.