Sucedió… sí importa dónde, porque todo lo que le acontece a Juanito, el famoso tornillero de Berriz, escopeta negra por cierto, suscita entre el colectivo una cierta envidia contenida. Y eso exige cuando menos, no ya un respeto pero sí un poco de atención, como dice Iñaki Sagasti, compañero del personaje. No en vano su nombre suena entre sus compañeros como lo haría una trompeta en un concierto de violines. ¡Pero, ay, amigo! ¡Qué mala compañera es la envidia! Que se lo pregunten si no a don Román Ramírez, médico de Quintanilla San Torcuato, pueblo donde cazan ambos. El galeno se había hecho con una técnica misteriosa para llenar siempre el morral y así desbancar a Juanito del primer puesto como cazador; nada fácil, por cierto, porque don Román no le pega a un cerro.
A don Román le gustaba ir siempre solo en sus cacerías. Después de intentar Juanito acompañarle varias veces y de negarse educadamente, decidió seguirle y observarle. «Una mañana de noviembre muy fresca, de cielo entre nublado y raso, le vi salir de su casa, morral a la espalda, escopeta al brazo y perro saltarín en torno suyo. Eché a andar detrás de él estableciendo una distancia respetable entre los dos. Dejamos atrás el pueblo y los rastrojos que circunda, y al fin nos metimos monte adentro. Era un monte poblado de chaparros y de matorrales espesos. El perro de don Román levantó una liebre; don Román tiró y la liebre a criar. ¡Mal empezaba el día!».
A la media hora se sentó junto a una fuente, al pie de un chaparro. Sacó de su morral un suculento bocadillo y se lo comió con toda la parsimonia del mundo. Luego tomó un libro y se puso a leer sosegadamente. A mediodía dueño y perro se tumbaron cuan largos eran a la sombra del chaparro. Juanito no perdía la vista del morral, que continuaba vacío, esperando que de un momento a otro las liebres y conejos, por su propia voluntad, se metiesen dentro. En vista de que no se producía el milagro y tenía un hambre feroz, se comió un casco de chorizo con pan que le supo a gloria, tanto como el vinillo con que lo empujó para adentro.
De pronto apareció junto a don Román Filiberto el guarda, quien en un momento le metía en el morral dos conejos y una liebre que don Román pagaba religiosamente dándole, además de una propina, una bonachona sonrisita y unas palmaditas en el hombro. Se alejaba el guarda y, cuando iba a trasponer unas peñas, le gritó:
– ¿Qué quiere usted cazar mañana, don Román?
– ¿Mañana?Mañana… pues un conejito más que hoy ¿sabes?
De tres saltos Juanito se presentó ante don Román.
– Caramba con su sistema! ¡Es bueno!
Don Román, socarrón, le contestó sin inmutarse:
– Y sobre todo cómodo, ¿verdad? Pero créame, esto debe quedar entre los dos. No divulgándolo, yo seré la primera escopeta del pueblo y usted, la segunda.
Y para acentuar sus palabras, pegó un tiro que a poco le asesina. – ¡Por Dios, don Román! ¡Conforme! Usted es la primera y yo la segunda. Pero tenga cuidado, que la primera escopeta me va pareciendo la carabina de Ambrosio. – No tema, hombre, no tema ya se pondrá usted enfermo y entonces, entonces es cuando habrá de temerme ¡se lo juro!
Al poco, los dos cazadores más grandes del pueblo y de sus aledaños regresaron carretera adelante, pausados, solemnes, majestuosos. El campo, a su paso, parecía estremecerse de pavor.
¡Zorionak eta urte berri on!
Yo siempre he pensado que habiendo como hay,» casi siempre» señales de trafico en que te recomiendan precaución por la posibilidad de animales sueltos, ante un accidente de atropello del vehículo a un animal, habría que comprobar el frenado, la velocidad y circunstancias en las que iba el vehículo o el conductor y sancionar si este hubiese incurrido en falta, otra cosa es si el animal acorralado por el acto de la caza se abalanzase sobre el vehículo: Reflexionó si cada vez que un vehículo se accidenta por culpa de un animal suelto se hace responsable de los daños a los cazadores, es como que si un conductor arrollase a un-una joven que vuelve de la disco y le hiciesen responsable a los padres del-la joven.