Toda la semana vigilando cambios mínimos en los agoreros pronósticos meteorológicos que abrieran la esperanza de una ventana de cuatro a seis horas sin lluvia el domingo… Pero no ha sucedido.
Mañana pasada por agua con breves intervalos escampados, que nuestra ansia cinegética ha exprimido a tope. En mi caso con nulos resultados. Y con la desdicha añadida de darme cuenta al llegar a Almenar de noche, que olvidé en Berriz las botas de monte. Creo que no existen las zapaterías de guardia. ¡Chasco y fiasco! Menudo domingo y lunes de Todos los Santos me esperan, si diluvia.
No hay manera de que mi cabeza despistada complete los aperos. Si no es una cosa, es otra la descuidada. Dos aguadas solemos tener cada temporada. Pues, hete aquí que, la única vez que estoy sin calzado apropiado, tenía que ser una de ellas. “Haberlas Haylas”. Unos minúsculos y frágiles botines de verano me han permitido salir al monte al precio de ir calado y destrozarlos.
Hasta las 13.30 no he conseguido divisar ninguna gallinácea, con la paradoja de que ha sido desde dentro del coche, al cambiar de cazadero luego de almorzar. Inexplicablemente, dos han ido a levantarse del borde mismo de la carretera, ya en la rotonda aledaña a Gómara. Si te descuidas, lo hacen en la plaza del pueblo. A duras penas he logrado aparcar a “Mercedes” en una esquina embarrada -corriendo riesgo de atascarlo en las fincas- y salir tras ellas. Pero me han dado esquinazo.
Con razón afirmaba Delibes –la inteligencia y la pasión aplicada a la cinegética- que, cazando perdices, una de las contadas estrategias necesarias para fructificar, era averiguar su careo extremo de huida; consistente muchas veces, en atrincherarse en sitios impensados, pegados al caserío, que los cazadores nunca registramos. Léase, una frugal acequia o barbecho; retal de rastrojo o desnivel mínimo.
Recordarlo ahora, me lleva a tiempos de abundancia de especies, por mucho que se quejara de la escasez de piezas, cuál hace constantemente en su libro “Las perdices del domingo”, refiriendo a capturas de cuadrilla cercanas o superiores a las dos docenas de patirrojas y una de rubias liebres, conejos y palomas, cobradas entre cinco miembros (su hermano y tres hijos). Tendría que habernos visto a los que no contábamos con la prodigalidad y calidad de sus contactos e invitaciones durante las décadas sesenta y setenta.
No niego que la ley de cotos del setenta, en la que colaboró aportando sensatez y experiencia, tuviera aciertos, pero para miles de humildes cazadores sin recursos, residentes en las ciudades, tener que cazar “en lo libre” supuso un durísimo golpe. Máxime, en las muy distantes a los cazaderos. Que no todos teníamos “posibles”. Además, claro está, de que la predación masiva, allí obligatoriamente conducida, los esquilmaba rápidamente convirtiéndolos en eriales infames. Imposible dar con vida silvestre en centenares de hectáreas. Ese fue mi caso.
Tengo para mí, que la desmotivación que ocasionó, junto con el individualismo sobrevenido al disponer de utilitarios -pese a posibilitar compartir gastos de desplazamiento-, supuso el fin de la envidiable caza en cuadrillas camaradas. Amén de la circunstancia, nada desdeñable, de que por aquél entonces, irrumpieran nuevos hobbies culpables, y que bípedas rubias llegaran en masa a las playas y discotecas de la península. Tan atractivas o más que las patirrojas, aunque igual de difíciles. Al menos, para los tímidos y no demasiado agraciados físicamente, como yo.
Compaginar ambas distracciones era poco menos que imposible. Recuerdo cómo, volviendo de Lerma, jaleábamos a mi padre para que “quemara” el flamante Simca 1200 de sus amores, a fin de llegar a tiempo del baile agarrao en el Mickey Mouse eibarrés, donde teníamos concertadas sendas segundas y prometedoras citas. Cuando comparecimos, había terminado y nuestras chicas reían alegres en la barra acompañadas de “cazadores” menos distraídos que nosotros. A menudo, pienso en la codorniz bergaresa de diecinueve primaveras con quien tuve el placer de bailar, cuarenta y cinco minutos eternos, el fin de semana anterior. Voló a su pagos y desapareció … El rostro de virgen africana. Su talle desnudo era, verdaderamente, ¡de plumón!
Obstinado, como el domingo de la desveda, en no quedar bolo, he forzado a mis extremidades a caminar lo indecible. Y cuando, en una de éstas, regresaba desesperanzado, va y salta otra, inesperadamente, a diez metros. Lo hace junto a un enorme pedrusco. Por un instante, la he tenido a tiro y pese a ser consciente de que se iba a tapar, no he oprimido el gatillo. Una tontez más. Podía haber caído perfectamente.
Después, pese a las buenas maneras mostradas en jornada anteriores, con Mambo olisqueando a diestro y siniestro toda la mañana, detectando calientes perpetuos, constatar que nunca aparecía ninguna, me dió por malpensar si había comprado un chucho de saldo, con la destreza de ventear y seguir rastros de corzos, como rasgo prevalente.
Pero no. Ha resultado que, cuando arribábamos nuevamente a Gómara, junto al coche, ha guiado con maestría a una velocista de fondo, desde quinientos metros antes. Al fin, la he podido ver alzarse rastrera, y huir al mismo círculo infinito del principio. Seguro que pronto calibrará mejor el momento de la muestra.
Físicamente, ambos hemos estado mejor que la vez anterior. Volvía a lloviznar, y las nubes circundantes presagiaban que duraría, así que, aunque seguía resistiéndome a irme de vacío, he optado, sensato una vez, por concluir a las 14.30. Seis horas de brega. Una decisión acertada, puesto que, al tiempo de cerrar esta crónica -ocho de la tarde- no tengo los dolorosísimos calambres del anterior fin de semana.
Por cierto, una vivaracha mujer riojana -sensible con causa, y ecologista al uso- que conocí ayer, mediante Tinder, me auguró que no cazaría nada. La cosa es que la maña tiene su qué de atractivo picante. He quedado en volver a verla, y quiera Dios que llegue a tiempo y que, esa mano con látigo, tenga calor suficiente como para hervir toda el agua congelada caída sobre este correcaminos; especialmente, la de hoy.
Ha sido el típico día de traquetear pesaroso bajo la lluvia, cargando, inútilmente, kilos a porrillo, y pensando en la tontería de cazar. Objetivamente, una forma boba de recorrer la vasta Castilla. Subjetivamente, ya lo saben: una intensa novela de ciencia ficción con final feliz. De esos que terminan con “y al final, comieron perdices”. Los cazadores solos, claro está, porque, lamentable o afortunadamente, no suele haber dama de por medio que opte por acompañarnos al frio.
Y menos, si llegamos con bichos “asesinados”, y las trazas con las que he entrado en casa: Los pies calados y barro desde la ropa a los ojos. De hecho, puedo adelantarles parte de la siguiente crónica. Al enviarle orgulloso a la linda riojanita, foto de la presa arduamente cobrada, me ha mandado a paseo. Otros gallos y gallinas cantaban loas, cuando el cazador ponía sobre la mesa la carne de la supervivencia familiar, arduamente cobrada entre fríos y penurias inenarrables. “Olla”, según decía y prefería cazar mi padre. En cuanto podía, sugería irnos a por liebres.
¡Pobres zapatillas mías! Estáis ya en la bolsa de la basura, pero me habéis salvado el día. Os doy mil gracias.
Resumiré la mañana. Con las casi diez mil hectáreas que tiene nuestro coto, hemos venido a coincidir cinco venadores eligiendo la misma parcela. Menos mal que no estaba el largo, porque nuestros acusadores de la anterior jornada, más el presi y su hermano, han vuelto al lugar del “crimen”, acompañados de sendos y experimentados canes. Uno de ellos, un drakhtar impresionante, fiero como su amo, el guanche.
Hay constancia fotográfica de que han abatido, prácticamente, “mis” seis o siete machos de las mamblas. ¡Buááá! A trescientos metros de la salida, Gustav ha desplomado a muestra, uno soberbio, doblado de espolones. Y abajo, en lo llano, Txuma ha alicortado otro viejo, que no ha podido cobrar, desgraciadamente. Resaltar, también, su detalle indultando de los disparos a una pareja de codornices puestas por el can. No tengo más referencias de sus capturas. Finalizado el almuerzo, todos hemos buscado lares distintos donde proseguir.
He cazado sólo. Ayer cuando llegué al pueblo, Ortega me recibió serio en el bar, luego de la bronca que lió en el chat de cazadores con la historia de aparcar dentro del cazadero, y de atravesarlo por medio con el 4×4 cuando le apetece. Lo he contado. La cosa terminó a mitad de semana con Don Madriles llamando payaso al denunciante, mediante el correspondiente emoticón inspirado en la película Joker. Le pregunté por el plan, y me respondió egocéntrico y taxativo:
• Yo voy a Aliud.
Pensé bien la respuesta. En lo hondo, hondo, acababa de escuchar que me ponían en bandeja de plata mi deseo de cazar solo este año, sin cortapisas de ningún tipo, hasta recuperar las sensaciones de plenitud que añoro. Quieras que no, cazar acompañado implica hacer concesiones a las apetencias ajenas. Miel sobre hojuelas.
Prudente, argumenté:
• La primera parte del día regresaré a por los machos que dejé y campan a sus anchas. Te llamaré después del amaiketako, para ver dónde andas.
• ¡Sigues con tu cazadero!… Estaré allí. No me moveré.
Ambos dejamos así la puerta entreabierta. Pero, llegado el momento, no me apetecía juntarme a cazar con él. Ni el tiempo ayudaba.
Cual he contado, ni disparar… El pronóstico, que ahora volveré a mirar, augura que se digna salvar la mitad del puente sin mojarnos del todo. Mañana puede escampar. La hora en que lo haga es incierta, y cercana al mediodía. ¿Bastará? Confiemos que acierten…. Y si no, que, de aquí a unos días, a falta de perdices, cosechemos setas. Será lo que, más probablemente, sucederá.
Año a año, y al alimón según trasegamos con calma el pinar en pos de rabonas, bajamos y alzamos la vista, con ánimo de recolectar de paso, esos manjares silvestres, regalo de dioses, que son los migueles y las setas de cardo, abundantes en el acotado. Salud.os
Magnífico relato muy en tu línea. Comprendo perfectamente tus ganas de cazar solo, a tu prime le pasa lo mismo, debe ser que con la edad nos volvemos solitarios como los viejos jabalís. La naturaleza es sabia.