Cada día tengo más claro
que los más sorprendentes momentos
que la vida me da, son bajo ese cielo que
cubre todos y cada uno de los recovecos que la
tierra ocupa y sobre esas sierras que desde
niña me provocan tan enormes sonrisas
al patearlas.
Ya es la 1 de la madrugada y el
frío es el dueño de mi cuerpo.
Estaremos a unos cuantos grados bajo cero y
por mucha ropa que lleve sobre mi cuerpo, la
humedad se filtra entre esos paños y
hace que mi piel parezca un trozo del
más frío hielo.
La luna ilumina todo lo que a mi alrededor
puedo observar, hace una noche estupenda,
una noche como de las que desde niña
espero ansiosa para poder permanecer unas
horas sintiendo esa emoción que un
día con 5 añitos comencé
a sentir y que aún hoy, a mis 19 sigo
sintiendo con la misma o más fuerza
que en aquellos tiempos cuando piso un trocito
de campo bajo la luz de esa enorme bombilla.
Aún no hemos tenido suerte de ver
nada, aunque eso nunca ha sido lo importante
en mis jornadas cinegéticas, ya que
unas simples horas inmersa en la soledad que
la naturaleza me brinda, son lo suficiente para
llegar sonriente a casa y volver a sentirme
orgullosa de ser cazadora.
Hace tiempo que mi padre no cobra
ninguna pieza por dejar que sea yo la que
dispare y luego me tire días
recordándole el lance aún
sabiendo que el lo vio tan bien como yo…
Pero esta noche quiero ver a mi jefe
sonreír como un niño
pequeño, quiero que sienta esa
emoción al apretar el gatillo, quiero
que hoy sea él el protagonista de esta
jugada.
Llegamos a la zona donde probablemente
estén, una finca donde a ciencia cierta
no habrá más cazadores, por lo
que podemos entrar andando y comprobar
nuestra hipótesis. Es nuestro
último recurso a causa de la hora que
es ya que mañana hay que madrugar,
así que dejo a mi padre que vaya con
su rifle unos metros por delante mía,
de modo que no le estorbaré ni
haré ningún ruido que pueda
molestar a los «bichos», pues hace una noche
muy parada, no se mueve nada de aire y esto
es una jugada en nuestra contra.
El terreno en el que estamos consta de
unos grandes parrales donde los
jabalíes se meten cada noche a
«tustusear» y buscar algo que pueda saciar su
apetito. Mi padre ha tomado ya la curva que
hay en el camino, por lo que lo he perdido de
vista, pero… veo su luz verde alumbrar al
parral ¿Qué será? no
veo nada, pero pongo todos mis sentidos en
alerta esperando ese estallido que como una
melodía suena rompiendo el sonido de
la noche. Transcurren unos segundos y no se
escucha nada a excepción de un tropel
sobre las hojas y ramas secas que sobre el
suelo descansan. A esto le sigue la voz de mi
padre diciendo: «Para abajo va»!! No veo nada,
pero sigo escuchando el tropel. Me encaro mi
rifle y veo que por la calle del parral donde yo
me encuentro, viene un cochino a una
velocidad increíble, con las orejas y el
rabo tiesos y con la crin como si de la
peluquería saliese. No puedo disparar,
no quiero, pues no se donde exactamente se
encuentra mi padre y yo no acciono mi
disparador a no ser que este totalmente segura
de que no haya peligro. Decido esperar a que
pase, pidiendo que no me arrolle en su paso y
apartándome un paso para dejarle libre
su camino. Escucho su corazón al
pasar, pasa a tan solo un metro y cuando me
encaro mi rifle de nuevo, me es imposible
verlo, la maleza ha hecho que se oculte ante
mis ojos y que pierda su pista…
Cierro los ojos y recuerdo ese precioso
lance. Han sido apenas 30 segundos, pero que
sensación, que adrenalina y que
manera de disfrutar he podido contemplar en
tan poco tiempo. Podía haber
disparado, pero ¿Para qué?
¿No vale más poder contar este
precioso lance y haber tenido tan cerca a ese
jabalí que otra noche estará
tustuseando en el mismo lugar?.
En mis 19 años nunca me
había pasado algo así y ahora
recuerdo de nuevo los muchos motivos por los
que elegí ¡ser CAZADORA!