La anguila ha causado siempre profunda admiración a los numerosos observadores que han intentado seguir su origen, desarrollo y posterior migración.
Pez viajero por excelencia, ha estado rodeado de un halo misterioso basado en leyendas fantásticas ambientadas en la profundidad de los océanos y sus interminables horizontes.
Oriunda de las islas Bermudas y del Mar de los Sargazos, después de un viaje de más de dos años por aguas oceánicas encuentra en nuestras costas inmejorables condiciones para su desarrollo.
Aunque está demostrado que la anguila sólo se reproduce en el mar, al que vuelve a los dos o tres años, no todas experimentan esa necesidad de migración.
Se sitúan prácticamente en todos los ríos, bien sean grandes o pequeños, llegando incluso hasta el mismo pie de los neveros de alta montaña.
Su entrada en los ríos depende de la temperatura de las aguas. Normalmente es en el Mediterráneo donde primero se nota su presencia; a nuestras costas llegan a partir de noviembre.
Un inmenso número de angulas, los alevines de la anguila, se aprietan y amontonan unas sobre otras hasta el punto de no tener espacio donde moverse. Así van avanzando en línea recta, subiendo corrientes cuál legiones casi compactas de bolas que en algunos momentos parecen no terminar nunca.
Es el momento en que los anguleros, situados en los pasos tradicionales, junto a las paredes de los puertos y en las orillas de los ríos, provistos de una especie de gran salabardo de malla muy tupida de más de un metro de diámetro y con un largo mango, intentan recoger este preciadísimo manjar.
Las noches oscuras sin luna, cuando el sufrido pescador acierta con la vena ascendente de estas bolas vivientes, a buen seguro que dará por bien empleados los sacrificios y desencantos soportados estoicamente durante largas noches.
Muchos serán los enemigos que la pequeña angula deberá esquivar para alcanzar su madurez a los cinco o seis años. Merodeará por los fondos fangosos de los ríos para ocultarse rápidamente, al mínimo peligro, en las cuevas o bajo las rocas. Escogerá durante la noche el lugar que va a ocupar de día; sondeará el terreno con la punta de su boca y encontrado el lugar más idóneo, excavará hasta enterrarse debajo de una capa de limo de tres o cuatro centímetros de espesor.
Si no tuviera necesidad de respirar, nada delataría su presencia en su escondite. Para su captura es aconsejable una caña larga, de unos seis metros con un puntero de un grosor mediano y un carrete de los denominados de mar, de un tamaño regular.
A nada que el confiado pescador, una vez clavada la anguila, la deje situarse en cualquier cueva o bien enroscarse la vegetación, será poco menos que imposible que logre sacarla. Una vez fuera del agua, el pez se retuerce, se enrolla, se anuda y azota el aire para contraerse todavía más.
Es casi imposible sujetarlo con la mano, pues su piel viscosa hace que se escurra. La mejor solución es cortarle la cabeza contra el suelo con una navaja y luego intentar quitarle el anzuelo, tarea nada fácil.