Pronto me avecé a emplomar certeramente el pelo, se me daba bien el disparo a tenazón; empero, en mis comienzos, mi objetivo era únicamente pararlos como fuera, así que cubría el bulto despreocupándome donde le diera y pasando por alto como quedara el cuerpo del difunto, porque era una pieza cazada; ahí terminaba para mí el trámite.
Sin embargo, tras el tiro, soportaba puntualmente lamentaciones de mi suegro in situ. Después, a la entrega de la cazata, las amonestaciones de su familia, principalmente de la cocinera, que, entre improperios, me ponía delante de los ojos aquellos cuerpos desgarrados, llenos de cuajarones, medio descuartizados o reventados, entre sermones a coro de los circundantes; no en vano los cinco hermanos varones, eran cazadores de puchero. Mi alegría por mis lucidas perchas, se desleía en sentimientos de culpabilidad.
Superada la primera etapa; aquella en que fui adquiriendo la seguridad de que podía parar la pieza con cierta destreza, bastándome reflejos, rapidez y puntería, puse oídos a los recientes allegados políticos y me planteé las posibilidades de cazar el pelo con el menor daño en su cuerpo, a satisfacción de la cocinera y comensales.
Así, entré en otra fase; la del refinamiento en el tiro. Sí era factible darle espacio a la pieza, se lo daba para no descerrajarla a quemarropa. Además, lo más importante, tenía que acostumbrarme a seleccionar la parte anatómica del lepórido, donde ponerle el tiro y me dije ¿Porqué no intentar meter los perdigones en la cabeza? Las piezas de pelo, que normalmente dan de rabo, tienen una buena referencia; las orejas.
Parece que lo supieran y, en carrera, a menudo las alastran sobre el lomo. Lo intenté, primero cuando no me obligaban a dispararlas a tenazón, pareciéndome más sencillo de lo esperado; después, incluso buscaba sus cabezas a tenazón una vez comprobado que entraba en mis posibilidades el descrismar la pieza de pelo, sin mermar mis aciertos. Llegué a calcular alcanzarlos con la parte inferior de la roseta del tiro. Tenía razón la familia; ni las tiernas carnes del gazapo o lebrato se malean si se les hiere en la cabeza.
La diferencia es sustancial, desde dejar el cuerpo intacto hasta no quedar un mal pedazo que cocinar en condiciones, lo cual se aprecia mejor una vez pelado el cuerpo; donde el tiro lo respetó, este aparece intacto y blanquecino.
También me imbuyeron, que si no vaciamos su vejiga la carne de pelo toma cierto gusto innoble. Así que puse en práctica la maniobra para que orinen antes de acularlas en el macuto; es muy sencillo. Se le sujeta del cuello o de las patas delanteras con una mano, manteniéndola su cabeza en alto, y con la otra se busca desde el exterior, sobre el vientre, el conducto de la cloaca y se le oprime con un dedo; dos o tres veces, de arriba abajo, son suficientes. Enseguida chorreará la orina copiosamente. Lo aprendí de mi suegro, y lo hago sin vacilación ni incordio cuando procede; porque, por ejemplo, bicheando no retiraremos los conejos mientras el hurón esté trabajando dentro del cado, ni nos distraeremos en micciones conejunas. Con ello la primera limpieza ya está hecha, la restante se la dejo a los cocineros.
Jose Manuel, confieso ser la primera vez que leo tus artículos y me arrepiento de no haberlo hecho antes. Me encanta la prosa y el ritmo que llevan, lo conciso de las palabras que usas, lo bien que resumes y lo fresco de tus artículos. Me apunto lo de apuntar a la cabeza para este año… ¡que razón tienes!. ¡Aquí un nuevo devoto!. Enhorabuena.