Dos días con sus largas noches he necesitado para recuperarme de la paliza de batallar contra los machos pelirrojos supervivientes de la temporada pasada. Y parecido, Mambo, mi nuevo can. Su foto al llegar al coche habla por sí sola. Le pesaban el sofoco del calor y el corazón desentrenado. A mí, los sesenta y ocho años, tocados de menisco izquierdo.
Esta vez ninguno de los dos amigos se durmió; ni sucedió nada que retrasara la salida al cazadero. Con las primeras luces, ya estábamos aparcando los coches en el lugar que, sopesadamente, habíamos decidido la víspera, mientras cenábamos un estupendo entrecot en el Fogón del Salvador. La carne que cuajan los pastos del alto llano numantino es verdaderamente sabrosa. Sea ternera, porcino o lechal. Naturalmente, bien acompañadas por caldos de las riberas del Duero.
Tampoco trasnochamos. Una breve visita a la mujer con más clase que conocemos en Soria, dueña del Pub Challofa. Mojitos y quemaditos de capricho sirve allí. Parecido acontece en el Queru; local que cultiva una excelente música y donde una altiva mestiza de generosos senos atrae a los portadores de ojos que aprecian lo exclusivo; aunque quepa sólo contemplar el lujo del escaparate. Un Malta de marca para completar la velada, y ¡A dormir!
El día amanecía relajado, continuando una inhabitual racha de varias semanas de tiempo veraniego. Del abrigo de los chopos fuímos levantando bandos de torcaces recién llegadas. Días después, sabríamos que el domingo veinticuatro fue un buen día de pase por Navarra.
Nuestra elección fueron las Mamblas de Buberos porque, en las andaduras preliminares de cotejo, habíamos detectado sendos bandos en los sitios de costumbre, además de ejemplares viejos sueltos. También, porque queríamos evitar encontrarnos con demasiados cazadores que, a buen seguro, elegirían los cerros de Albocabe y Aliud, dado que sabrán que han criado bien allí. Uno de los bandos lleva 17, y el cercano al macrosilo, más de 15. Pero nos equivocamos. Hubo quienes pensaron igual. Concurrieron también El Guaja y su compañero de faenas, Gustav. Un tándem humano poderoso. Tranquilo y sanguíneo cazando sincronizados, con canes muy experimentados. Semejante a la pareja que formo con el soriano afincado en Madrid, pero de 40 años. Verdaderamente, temibles.
El viento era de Oeste suave, lo que aconsejaba empezar por el lado de Villaseca. Miel sobre hojuelas, ya que el borde es querencioso de liebres que se encaman en la salida de la espesa mancha contigua. En la premura por la ilusión de la desveda, detuvimos los vehículos más allá de lo acostumbrado y prescrito. No caí en la cuenta de que el horno social no estaba para bollos. Más tarde, nos recriminarían por Wasap habernos saltado la norma de no meter los coches dentro de los cazaderos. No me importó disculparme, pero al pejiguero de mi compañero, le sentó fatal y replicó de malas maneras, enzarzándose en la peliaguda cuestión de quiénes tienen real derecho a cazar en el coto.
El sajón, de piel enrojecida aún más por la ira, sacó a relucir sus genes de labrador anticuado. Sostuvo que la caza pertenece a la tierra; que es del agricultor. Por lo tanto, Gustavo, que solo acredita ser consorte de una nativa del pueblo, no era quien para acusarle de nada. A lo tonto, quedé afectado por el argumento. Según mi propio colega de armas, tampoco yo tengo derecho, al no poseer tierras y ser únicamente hijo de una Gomarense. Un argumento descabellado, con vitola de Derecho Natural, que pretende obviar que, modernamente, nos regimos por Estatutos escritos. El presidente intervino y zanjó el asunto llamándole a capítulo. En el fondo de la discusión, que no se toleran. Da la impresión de ser una cuestión de esas de piel con piel.
Pero sigamos con los acontecimientos estrictamente cinegéticos. Cual suele pasar, el bando de unas doce, del que conocía su dormidero, no compareció. Para frustración del crujido Ortega, que empezó a impacientarse y a dudar de la veracidad de mis observaciones.
En esas cábalas negativas, tan propias de él, debía estar, cuando le saltaron cinco a tiro, sin empanarse. Una añeja de medio kilo, picó hacia abajo y a la contra, pasándome obusada bastante cerca. Llevaba semanas concienciándome de cómo reaccionar, así que apunté primorosamente y adelanté el metro que manda el canon. Dos mortíferos estampidos sintió tras sí la bruñida patirroja, y ni se inmutó.
- ¡Aybá!
Di al replay mental del lance, intentando descubrir que había hecho mal, sin descubrir el error.
- Quizás me asomé sobre la lista del cañón y por eso marré. También puede ser que, a semejante velocidad, haya que adelantar más.
Sin respuesta a las cábalas, tuve que recoger los hombros, auto animándome a corregir defectos. Perseguimos a las restantes no menos de un kilómetro hasta el túnel de La Culebra, pero debieron desviarse y entrar en la Gómara profunda, que no estaba en la previsión de ruta. Así que atacamos de vuelta la ladera soleada junto al barranco. ¡Qué remedio!
Avisté una levantándose lejos, silente y relajada. Por supuesto, que el madrileño de gafas ahumadas hasta en invierno –ha de proteger mucho sus delicados ojos celestes- no la vio. Le estaba haciendo señas, cuando se arrancó otro par. Una, enorme. La tremenda perdiz hizo lo contrario que sus compañeras de fatigas. Fue temeraria, cual su hermana de media hora antes. En vez de huir adelante, brincó hacia atrás, explosionando de golpe la potencia de su motor a reacción. Se coló entre las dos escopetas. La trayectoria no levantaba un metro de los matojos de cardo y tomillo. Según la apuntaba, puede contemplar el espectáculo prodigioso de sus alas desplegadas en delta, a modo de F16. Veinte metros nos separarían. El largo mudó de color al verse casi enfrentado a mi punto de mira y sentir zumbar los perdigones justo detrás suyo. Tres disparos letales y el ave ni se zarandeó. Cargaba cartuchos demasiado cerrados. Imagino que los haces le pasarían a milímetros. Ahora me alegro, porque era un ejemplar extraordinario que arriesgó y ganó.
Y claro, “Don Madriles” desenfundó el mal vinagre que tiene, y me espetó que podía haberle dado; siendo obvio, que había dejado un amplio margen de seguridad. Cuando se lo estaba explicando, saltaron otras dos perfectamente abatibles. La verdad es que me estoy cansando de ese mal genio que, por hache o por be, estresa y distrae del placer de los acechos, al tiempo que los aborta, como en esta ocasión. Me tiene harto. ¡Ni mi padre! Ya no estoy para tiquismiquis de estos. Cualquier día me canso y cazo solo.
Como de costumbre, el sajón arguyó que no las había visto, cegado por el sol. Más bien sería por los pensamientos oscuros que le asaltan cada vez que los lances se retrasan, o intuye cercana la presencia de competidores como los citados jóvenes, que, además, le afean la conducta de entrometerse en las manos o circular con su 4×4 por los caminos interiores del coto. Llevan tiempo asegurándome que no se comporta lealmente y carrilea el término entero, si hace falta, buscándolas a motor, en lugar de a pie. Conmigo no lo hace, pero… Con todo, ya me gustaría poder verles con nuestra edad. Nos preciamos de cazar a ley. Hasta la fecha, yo al menos, nada de concederme motorizaciones. ¡A pura bota y suela! Así acabo las jornadas. ¡Derrengado!.
Llegados al morro del serrijón, salieron varias más, yéndose al otro lado del viso con disparos míos de nuevo inefectivos. Me pregunto cómo es que no cae ninguna. Y para colmo, acercándome a un pequeño rastrojo con una faja estrecha de girasoles en su extremo, saltan seis a huevo, y me quedo pasmado. Desconcertado por lo inesperado, ni las disparo. Desaparecen barranco abajo, en dirección a su salvación, puesto que ya no daré con ellas. A lo sumo, las veré levantarse chorreadas a trescientos metros, perdiéndose en el infinito.
Ortega propone el amarretako y mover los coches para ir en busca del bando del bebedero, nacido mucho más abajo. Siguiendo su costumbre, decide saltarse las normas y atajar a motor atravesando por mitad del cazadero.
- Espera a que llegue, ¿eh? No vayas a entrarles tu solo.
Retorno legal a la carretera, y me tomo el trabajo de caminar cuatrocientos metros sobre labrados blandos a fin de acercarme al punto de encuentro. Voy a llamarle para decirle que puede ir acercándose, cuando veo que su silueta cumbrea ya junto al bebedero. Una vez más incumple lo acordado.
- ¡Nada!, dice. ¡Tú sueñas!
Me callo por no enturbiar la jornada; y porque sé que no pueden estar lejos. Sin embargo, misterios de la cinegética, en casi una hora de brega, no aparecen. Tampoco hemos oído tiros antes en la zona que pudieran haberlas dispersado.
Son las 12.30. Zara, la veterana pachona del soriano, no puede con su alma y éste, propone que concluyamos tomando una cerveza del bar, intercambiando impresiones con los paisanos, conforme hacemos siempre al terminar las jornadas. Ni por asomo está en mis planes, retirarme faltando tres horas para el cierre. El sol se muestra intransigente y las piernas profieren quejas, pero miro a Mambo y sus cinco años siguen alegres y dispuestos.
- No voy a volver bolo el día de la apertura. ¡Vuelvo a las Mamblas! Tengo que hacer el cupo, sí o sí. ¡Por mis muertos!
- ¿Estás tonto o qué? Responde, incrédulo. Sonrío.
- Lo que oyes. Nos vemos luego.
Lo entiende Menos mal.
- Ok
De regreso, cuestas arriba y cuestas abajo, medito el comportamiento a tener en la siguiente oportunidad. Logro ver a dos royas cruzando esquivas los cortados de la variante, parando al otro lado. Pese a lo duro de la encomienda, desciendo y la atravieso también. Cavilo llegar a la punta de forma distinta a la mañana, que dio pie a que saltaran lejos, sin poder tirarlas. Esta vez, acierto. Culmino sin que comparezcan. Seguro de que están, reviso el entorno palmo a palmo. Y efectivamente, a sesenta metros se arranca una despavorida. Toma altura porque quiere volver a sus pagos y se acerca, cruzada, el punto justo de hacerse vulnerable. Es un misil Tomahawk deslizándose sobre los cegadores cielos numantinos intentando esquivarme, cuando trunco su trayectoria con un disparo medido, un metro adelantado y corriendo la mano, que quiebra su ala y la desploma. Mambo sale raudo a cobrarla y lo hace en cuanto la ve dar brincos desesperados en el suelo, incapacitada de volar. La emboca y trae presto. Siguiendo los consejos del anterior dueño, recompenso su acción con un trozo de salchicha y permito que la acabe teniéndola en las fauces un rato. Agradezco que no se ponga a devorarla. Como imaginarán, mi satisfacción es enorme.
Lo curioso del asunto es que, habiendo pasado bastantes minutos allí entretenidos, al ir a proseguir la búsqueda de la restante, convencido de que habrá puesto tierra de por medio, resulta que la veo mirarme expectante desde el borde del monte, dentro del labrado. Nos separan diez metros. La encaro al tiempo que apeona para echar a volar, y lo hace rastrera. Apunto con precisión y percuto sin que, para sorpresa mía, caiga. Continua, cruzándose a unos quince metros, con idéntica intención a la anterior. La centro bien en el punto de mira, pero Mambo se interpone, trastabillando el disparo. Yerro de nuevo. Y marro, también, la tercera detonación. Ver para creer. Se va, sin daño, quinientos metros monte abajo. Sobre poniéndome a la decepción, calculo dónde puede haber aterrizado y allá dirijo las fuerzas melladas. Llevamos seis horas de brega. Doy un buen tute por la zona, sin hallarla. Estoy que desfallezco, pero me obligo a perseverar deduciendo que ha de haber regresado a su querencia, allende la variante. La cruzo de vuelta y, con forzada paciencia y cansancio, reviso todos los montículos probables. Llego hasta el último, de suyo pródigo, asegurándome de entrar de modo que en caso de salir no se tape, y tampoco.
- Tiene que estar por aquí.
Desando lo andado, sin que el bretón de señales de latir ninguna. De repente, brinca del labrado contiguo. Esta vez, galleando a medio metro del suelo, cual antes. De similares maneras, le atizo los tres trallazos sin obstáculos que estorben y apuntando bien. El mismo resultado. Se las pira, aparentemente sana y salva. Mira que me ha alegrado verla salir indemne del lance anterior, pero fallarla otra vez…
- Estos cartuchos cierran demasiado. Después del mediodía, tengo que poner Mygra de 8,5 de primer cartucho.
Lo que sigue, pueden imaginárselo. Se lo he anticipado al comienzo del relato. Un duro retorno de otra hora con el cuerpo dolorido y el hombro maltrecho negándose a aceptar ningún peso. Los meniscos y las caderas clamando descanso. Mambo resiste algo mejor; aunque, como yo, va aspeado de uñas.
El sol aprieta. He consumido todo el protector labial y temo quemarme los labios. Sin embargo, camino feliz con mi perdiz. Dieciséis tiros. No lo cuenten.