Una numerosa nube de mosquitos
me hace compañía al
contemplar como el sol se va escondiendo
entre los espartos que cubren lo alto de la
loma. Intento apartarlos un poco con mis
manos para que no me obliguen a hacer
movimientos bruscos cuando caiga la noche.
Parece que el viento hoy sopla a mi favor,
despuntando una brisa que me da de cara, de
modo que no meto aire en el sembrado si
entran a comer. Por ahora, todo está
de mi mano.
Los últimos torcazos vuelven a los
espesos pinos, buscando los sueños de
esta tranquila noche más del
año, el grillo comienza su peculiar cante
y algún que otro mochuelo le hace los
tonos graves desde donde controla todo
aquello que acontece en ese increíble
atardecer.
Mientras que el sol encuentra del todo su
encame, estudio con atención el
terreno, los pasos que tengo cerca y las puntas
de trigo que escasean porque ya han sido el
alimento de los reyes de la noche, pues he de
reconocer que la noche es suya, de ese animal
tan perseguido y soñado como es el
jabalí. Compruebo también que
lo tengo todo bien colocado, la silla descansa
correctamente sobre el suelo, sin pillar ninguna
piedra que luego pueda delatarme al
más mínimo movimiento, mi
fiel compañero reluce
plácidamente sobre mis rodillas y los
prismáticos están a mano para
cuando entre del todo la noche.
Pasan los minutos y el tono
grisáceo recubre todo lo que mi vista
alcanza. Es una noche muy oscura, pues la
luna saldrá allá sobre la una,
por lo que debo estar en alerta ante cualquier
movimiento, hoy toca ser audaz para ganar la
partida.
Un distraído zorro pasa con calma
por el sembrado, espero que no me delate con
esos agudos gritos que salen de sus
entrañas, así que permanezco
inmóvil siguiéndolo con la
mirada hasta que se pierde entre la maleza de
estas sierras murcianas.
Son las once cuando los quejidos de los
pequeños rayones me hace levantar la
cabeza y poner el oído a trabajar. Por
los sonidos, compruebo que están
lejos, hoy habrán entrado a comer en
la siembra de abajo, quedándome yo
con el ansia de verlos. Pero no contenta con
esta deducción, le doy un toque a mi
padre que está dando la típica
cabezada, con el fresco de la noche, y le
señalo que me sujete el rifle para
así yo poder ponerme en pié.
Me cuelgo los prismáticos al cuello
y apoyo mis manos sobre mis rodillas para ser
lo más sigilosa posible al levantarme.
Consigo mi objetivo y permanezco
inmóvil por unos segundos,
comprobando de nuevo los sonidos de esos
pequeños y buscando alguno
más por otro lugar.
Veo a lo lejos un jabalí muy negro
y tras un rato observando con cautela, veo
puntitos más claros corretear a su
alrededor. No hay duda, son los que traen
consigo el escándalo típico de
la infancia.
De repente, aparecen otros cuatro
ejemplares de tamaño medio y se unen
a esos primeros, con la grata sorpresa de que
comienzan a correr y antes de darme cuenta,
están a veinte metros de mí.
La adrenalina, que ya antes
comenzó a ponerse a flor de piel,
aumenta por segundos; mi respiración
comienza a alborotarse y trato de sentarme
con la mayor cautela que la situación
me permite.
Los contemplo un buen rato hasta
asegurarme que son cinco hembras con
algunos rayones y algún que otro
bermejo, probablemente de los partos del
año pasado. Le cojo a mi padre el rifle,
que anteriormente le dí para que
sujetase y a la vez, le cedo los
prismáticos para que también
el disfrute.
Con gestos y algún que otro
susurro, le comento mi opinión. Hoy no
tiraré, sólo disfrutaremos de
ver como la vida ha dado su fruto en esta
nueva temporada y nosotros podemos ser
testigos de ello a escasos veinte metros.
Admiro su tranquilidad, su confianza, su
manera de disfrutar la vida y saciar su
hambre, pero admiro aún más,
como la hembra intenta llevarse a sus
retoños cerca de un arbusto en la orilla
de la siembra, cobijándolos de
cualquier peligro y disimulando su presencia
con la sombra que este proyecta en el suelo.
Hoy, se merecen mis respetos, mi
cariño como cazadora hacia la
naturaleza y sobre todo, se merecen que como
yo, muchas personas los dejen crecer bajo la
luz de la luna de cada mes.