El 5 de junio se celebró en todo el mundo y por supuesto también en Euskadi el Día Mundial del Medio Ambiente, instaurado en 1972 con ocasión de la celebración de la primera Conferencia Internacional que tuvo lugar en Estocolmo sobre el medio ambiente. En el presente artículo se reflexiona sobre lo que representa el medio ambiente en el presente siglo XXI.
El hombre era un lobo para el hombre. Ahora, además, es un hombre feroz para el lobo. Los animales, las tempestades, los terremotos eran los enemigos pero nunca se tenía a la especie humana, hasta entrado el siglo XX, como un peligro para la Naturaleza. De hecho, la constatación más sobresaliente del pasado siglo ha sido por primera vez las amenazas que pueden acecharnos no provienen especialmente del mundo exterior, sino que el mismo género humano ha pasado a convertirse en un peligro para sí mismo, ya sea mediante la destrucción nuclear, ya sea mediante la irresponsable aniquilación del entorno.
Hasta hace poco, el progreso se asociaba al creciente dominio de la Naturaleza y toda la carrera de la civilización se limitaba a convertir lo salvaje o lo silvestre en territorio de la cultura. La cultura parecía ser nuestra salvaguarda contra las asechanzas de lo salvaje, de lo que todavía se encontraba en estado crudo, sin cocer, en estado natural. Hoy, sin embargo, somos conscientes de que nuestra misma supervivencia depende de la conservación o el buen tratamiento de lo natural y la interdependencia armónica que establezcamos con ello. La llamada culturización del mundo ha tendido a convertirse en explotación, y más allá de un punto, en exterminio.
Sólo desde los años sesenta del siglo XX el ambientalismo vino a alumbrar la necesidad de incorporar las inquietudes de la Humanidad aquello que, no siendo humano, formaba parte de la vida planetaria. En unos momentos en que cundió la defensa de los derechos de otras culturas, la pluralidad y las vindicaciones multipolares, apareció también la demanda de la diversidad biológica o biodiversidad. De la misma manera se ganó consciencia en el respeto de las diferencias, en la sexualidad, en las religiones, en las culturas, en las razas, surgió la sensibilidad hacia los derechos de la Naturaleza. Desde entonces, la idea que animó los derechos humanos se extendió, como una vindicación humana más, a los derechos de las aguas, de los bosques o de los animales.
A estas alturas, casi cuarenta años después, puede bien afirmarse que la noción de democracia universal se ha ampliado hasta una categoría en la que participan, de manera insoslayable, la totalidad de los seres con quienes compartimos el planeta. El mundo, por fin, gracias a la conciencia ambientalista, ha podido alcanzar a contemplarse, en el siglo XXI, como un espacio integral donde las vinculaciones son delicadas y recíprocas, y no unilaterales y jerárquicas. El ser humano ha aprendido, a partir de las violentas reacciones del medio, el efecto nocivo de la devastación, de la deforestación, la contaminación, y ha conocido a través del empobrecimiento general de la vida las consecuencias sobre la vitalidad y la riqueza de este mundo.
Ahora no se puede ser demócrata sin incluir en la democracia el respeto a los derechos del medio ambiente y no se puede pregonar la libertad sin englobar en ella una libertad cosmológica. Pero, en definitiva, no se puede sobrevivir ni aspirar, por tanto, a progresar, sin atender con amor e inteligencia al patrimonio diverso y natural de nuestras vidas.