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El tonto del pueblo

Uno de los temas más recurridos por parte de cazadores y tertulianos del mundo cinegético es el que trata de abordar la incomprensión que la moderna sociedad urbana muestra hacia nuestra afición. Ya sea en forma de columna de prensa, de locución radiofónica o de conversación al calor de un buen café, lo cierto es que en todos los foros en los que se habla de caza el asunto es protagonista, muy a nuestro pesar. Su prevalencia es tal que a mí, personalmente, ya me empieza a saturar. Aunque sea el pan nuestro de cada día. Aunque no podamos, ni debamos, darle la espalda.
 
Denunciamos, no sin razón, que la mayoritaria sociedad urbana, la que con su voluntad rige el mundo en el que vivimos, desconoce la caza, la estigmatiza y la condena en un juicio moral tan poderoso como injustificado. Nos atrevemos incluso a sugerir soluciones para romper ese cerco en el que los medios generalistas nos dejan, día sí y día también, acorralados y sin balas. Hay también un puñado de valientes cazadores que tiran de voluntad y tesón quijotesco (recordemos, por ejemplo, a Ramón Garoz y Nuria Díaz y su libro infantil Jara La Cazadora que hace unos meses trajimos a nuestras páginas), para intentar romper la tendencia actual y hacer llegar su mensaje, que es, al fin, el de todos nosotros, a esa dogmática e impenetrable sociedad. Hacemos todo eso pero prácticamente nunca hurgamos en la verdadera raíz del problema, en la absoluta indefensión que el mundo rural tiene frente al urbano. El segundo domina al primero a todos los niveles, pero especialmente en el administrativo y en el mediático. Y ahí es donde nacen nuestros problemas.

Con más frecuencia de la que sería deseable existe una tremenda falta de conexión entre los poderes públicos y el terreno rural, lo que da lugar a situaciones perjudiciales y normativas alejadas de la realidad. Nos pasa especialmente con las políticas medioambientales, agrícolas y ganaderas, que son, al fin, las que más competen al medio en el que respiran los habitantes de nuestros pueblos. Asesorados a menudo por criterios y mentalidades urbanos, cuando no por ecologistas que se autoerigen como el baluarte de esa naturaleza que la propia población rural ha conservado viva a lo largo de los siglos. Apoyados, a menudo, en estudios o ideas concebidas en otros lugares, a miles de kilómetros de distancia del terreno que pisa nuestra sufrida gente de pueblo. Es por esto que al final todo se acaba burocratizando, sobrecargando de normas, incumplibles o inaplicables en casos extremos, que tratan de ordenar la vida natural y salvaje como se ordena la urbana. Y aunque no se puede, alguno todavía se empeña en poner semáforos en el campo.

Por eso, el día de la matanza el tío Ramiro ya no puede subir vivo el marrano al tajón antes de clavarle el cuchillo, sino que debe adormecerlo con el correspondiente dispositivo homologado. Poco le importa a la Administración que salga menos sangre y se queden dos morcillas en el gocho, o que ya no sepan como antes. También es por eso que el rehalero debe desinfectar debidamente en un establecimiento autorizado el remolque en el que lleva a sus perros antes y después de la cacería. Aunque no haya establecimientos autorizados que limpien remolques de perros. Aunque no haya nada que limpiar. O que el guarda forestal le tenga que decir al abuelo Laureano, que ha pasado más tiempo de su vida pisando encinas que pisando tierra, por dónde debe dar el corte en el desmoche.

La lejanía de los medios de comunicación del medio rural es igual de grande que la administrativa. Es por eso que no estamos acostumbrados a ver en la tele el mimo con el que el mayoral cepilla a su caballo antes de preparar el encierro, o la cara de felicidad que sus hijos irradian cuando corretean, libres e incansables, por la finca que los mantiene vivos. Los cámaras tampoco suelen hacer balance de blancos sobre la lana de una oveja muerta a dentelladas, porque la mayor parte de las veces está roja. O negra, como el futuro del pastor que se tapa la cara con sus manos encalladas para llorar a escondidas. Como la boca del lobo que para algunos debe llenarse a costa de esos tontos del pueblo que invadieron su hábitat y le arrebataron las presas naturales. Es por eso que es más importante abrir el noticiario de las tres narrando la historia de un perro que sobrevivió a un incendio en Denver (Colorado) que enviar un reportero para denunciar que miles de vecinos se van a quedar sin urgencias en el centro médico de Matilla de los Caños del Río (Salamanca) porque la Junta de Castilla y León decidió que ser de pueblo era ser ciudadano de segunda, y que había que cortar por donde más le sobraba a la sociedad urbana.

El mundo rural, en España, tiene un grave problema. No está cohesionado. No tiene voz, ni conciencia de sí mismo. Y ese nuestro gran pecado. Por eso pagamos esta penitencia. Creo que no estaría de más plantear un gran pacto entre todos los agentes de representación del mundo rural para que éste se hiciera oír. Crear un grupo de presión formado por asociaciones de propietarios, sindicatos agrícolas y ganaderos, representantes cinegéticos… En resumidas cuentas, todos aquellos que representan las diferentes parcelas que componen el gran mosaico de nuestros pueblos deberían sentarse y aunar esfuerzos. Atender a ese déficit de voz y poder que lo rural tiene frente a lo urbano. En definitiva, crear un movimiento que tome las riendas de su futuro, se adapte al mundo en el que vive y participe de la administración de todos los aspectos del terreno en el que habita. Ese sería el primer paso para conseguir que la sociedad empatizara con nosotros y para ganarnos el respeto y el lugar que ahora no tenemos. Ruralité, lo llamaron los franceses hace tiempo. Y no les va mal.

Editorial febrero 2013 revista Trofeo Caza Mayor

Un referente periodístico en materia cinegética en España. El salmantino Israel Hernández Tabernero es director de la emblemática revista de caza "Jara y Sedal".    

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