El debate abierto sobre el uso del Fracking se prevé intenso en 2013 tanto a nivel internacional como en Euskadi. Como todo nuevo proceso con grandes expectativas económicas genera controversia entre los potenciales beneficios (suministro energético) y los posibles costes (salud y medio ambiente). La ciencia y la prudencia tienen la palabra.
La fractura hidráulica (conocida como fracking) es una técnica para posibilitar o aumentar la extracción de gas y petróleo del subsuelo. Existe una gran controversia sobre el peligro ambiental derivado de esta técnica, pues además de un alto consumo de agua, es habitual que junto con la arena se incluyan compuestos químicos que podrían contaminar tanto el terreno como los acuíferos subterráneos.
Aún siendo EEUU el país que más avanza en esta línea, su Agencia de Medio Ambiente está realizando un estudio, con la mejor evidencia científica disponible, cuyos resultados finales se obtendrán en 2014. A nivel de Europa, dos países han prohibido el uso de prácticas de fracking (Bulgaria, Francia), y algunos han establecido una moratoria temporal (Países Bajos).
Varios han iniciado la evaluación de la adecuación de su legislación (Dinamarca). A su vez, la Comisión Europea ha creado en 2012 un grupo técnico de trabajo sobre los aspectos ambientales de los combustibles fósiles no convencionales para el intercambio de información, determinación de los posibles riesgos ambientales y su reglamentación. En España y en Euskadi, con un contexto de especial dependencia energética del exterior y un escenario de costes crecientes de la energía, se contempla como necesaria una adecuada valoración de las distintas opciones de generación de energía. Por ello, este tipo de explotaciones están siendo consideradas, si bien es necesario valorar las implicaciones tanto ambientales como sociales que puedan generar. Intenso debate para el 2013.
Aunque aún es pronto para saber si el fracking ha venido a Euskadi y a otras comunidades autónomas para quedarse, lo cierto es que su llegada ha levantado un vivo y controvertido debate entre quienes aseguran que esta tecnología puede cambiar el panorama energético mundial y quienes, por el contrario, piden su prohibición por sus potenciales efectos nocivos sobre la salud y el medio ambiente.
Entre unos y otros media un mundo, o mejor cabría decir un océano. Porque eso es, precisamente, lo que separa a Estados Unidos, el principal impulsor desde hace varias décadas de esta técnica de fracturación hidráulica con presencia en más de una treintena de Estados, y la Unión Europea, erigida durante los últimos años en la auténtica precursora de las energías renovables y donde no todos los países han mostrado su disposición a convertirse al fracking.
La industria norteamericana del sector argumenta que está técnica ha permitido acceder a yacimientos de gas –y también de petróleo– que de otro modo no serían económicamente viables, y que ha logrado en apenas siete años que Estados Unidos cuente con reservas de gas, aunque sea solidificado en las rocas a gran profundidad y no en grandes bolsas subterráneas, al menos para el próximo siglo. Igualmente, destacan que con su aplicación en la última década EE UU ha conseguido doblar su cuota de producción de este tipo de gas no convencional denominado gas pizarra o gas de esquisto (shale gas), un porcentaje que todo apunta a que de aquí a 20 años podría representar la mitad de su producción gasista.
A pesar de estas expectativas, Francia, Alemania, Bulgaria e Irlanda del Norte han optado por la prudencia y han decidido prohibir o suspender temporalmente las licencias de exploración de esta técnica novedosa por las cada vez mayores evidencias de que su utilización envenena las aguas y los acuíferos. A pesar de ello y de que en EE UU se han registrado ya varios casos –muy sonado el de Pittsburgh– y de que incluso algunos Estados norteamericanos, como Nueva York, han aprobado una moratoria sobre las prospecciones, la decisión de estos países europeos no ha sido secundada por Reino Unido, Polonia ni tampoco por el Estado Español, donde ya existen proyectos para iniciar prospecciones mediante fracking en el subsuelo de la Rioja, Cantabria, Castilla y León, Euskadi y Navarra y quizá también en Aragón y Andalucía.
Es posible que en la apuesta de estos países por esta tecnología haya pesado más la ausencia de un claro consenso científico que justifique esta prohibición que las noticias que llegan sobre los potenciales efectos perniciosos del fracking, la mayoría además muy recientes. Pero de lo que no cabe ninguna duda es del importante volumen de negocio que está en juego. Es un factor que hay que tener especialmente en cuenta en aquellas zonas o países donde solo la mera posibilidad de contar con recursos de gas no convencional en su territorio les llena, como mínimo, de esperanza para conseguir reducir su gruesa factura y dependencia energética.
Pero en el caso de fracking, además de consumir ingentes cantidades de agua y de contaminar acuíferos, sus detractores alertan de que esta técnica usa más de 500 productos químicos, algunos cancerígenos y radiactivos; expulsa grandes cantidades de metano, un gas mucho más contaminante que el CO2; puede provocar terremotos, y no solo seísmos, y plantea graves problemas con el almacenaje de agua ya usada y su gestión como residuo, amén de los impactos en el entorno por la necesidad de realizar varias perforaciones en un terreno muy reducido y los cambios paisajísticos derivados de la construcción de carreteras y viales para llegar a los pozos.
En sus argumentos, no falta la referencia a diferentes estudios e informes internacionales. Pero por encima de la validez de estos u otros estudios y de los potenciales peligros ambientales asociados con los productos químicos que se añaden a los fluidos utilizados para fracturar la roca, una cuestión sobre la que, por otro lado, todavía se sabe muy poco, más allá de que el grado de riesgo depende de la concentración de estos productos y de la forma en que se expongan a los seres vivos y al ambiente; la cuestión de fondo que planea es para qué queremos este gas, pues todo parece indicar no va a hacer a Europa más independiente energéticamente, al menos en un grado significativo.
Y hay un aspecto fundamental: lo absurdo de emprender una nueva aventura que, además de distraer recursos y esfuerzos que bien podrían destinarse a las energías renovables y a la eficiencia energética, lo único que haría, en caso de tener éxito, lo que aún está por ver, es prolongar nuestra actual dependencia de los combustibles fósiles y retrasar la imprescindible transformación del sistema energético hacia una opción más sostenible.