Todos los años se
dirigen a África millones de
aves migratorias a nuestras
latitudes. Para la mayoría
de la gente, este suceso no deja
de ser un signo más del
cambio de estación. Pero
detrás de cada una de esas
aves se esconde una
increíble odisea que se
inició semanas antes en
alguna remota región
tropical y que la ha llevado a
recorrer miles de kilómetros
hasta alcanzar su zona de
cría.
La
migración de las aves es
uno de los fenómenos
más fascinantes de la
naturaleza y por eso lleva
despertando la admiración
y la curiosidad del ser humano
desde tiempos inmemoriales.
¿De dónde
venían todas esas aves que
aparecían en ciertas
épocas del año y a
dónde se iban cuando
desaparecían? Algunas de
las respuestas que se dieron
antaño pueden resultarnos
hoy cómicas, pero hubo un
tiempo en el que se creyó
firmemente que las aves se
escondían para hibernar,
que ciertas especies se
convertían en otras e
incluso que algunas migraban a la
luna. Varias de estas ideas
erróneas perduraron
sorprendentemente durante
muchos siglos entre la comunidad
científica. Por ejemplo, en
sus Migrationes Avium de 1757
Linneo seguía defendiendo
las teorías de
Aristóteles y aseguraba que
las golondrinas se enterraban en
los fangos de lagos y
bahías de manera similar a
los anfibios para pasar el invierno y
emerger de su entierro llegada la
primavera.
No
fue hasta principios del siglo XIX
cuando empezaron a realizarse de
manera sistemática los
primeros estudios sobre la
migración de las aves con
el propósito de averiguar a
dónde iban y de
dónde venían ciertas
especies. Se comenzó de la
manera más simple
posible: observando. La lenta pero
incesante acumulación de
información acerca de
cuándo y dónde
llegaban, pasaban o se iban, dio
sus frutos y a mediados del XIX ya
se conocía el calendario de
estancia de muchas especies e
incluso algunos autores se
aventuraron a esbozar las
principales rutas migratorias que
debían atravesar el
continente europeo.
Las
numerosas expediciones
naturalistas a África
también fueron
trascendentales al observar y
recolectar en invierno ejemplares
pertenecientes a las mismas
especies que se encontraban en
Europa sólo durante la
primavera y el verano. No en vano,
dos siglos antes el naturalista
francés Pierre Belon ya
decía que las planicies
egipcias se tornaban blancas de
tantas cigüeñas como
allí se concentraban en
septiembre y octubre, y no iba
desencaminado al decir que se
marchaban a África porque
allí no hacía tanto
frío en invierno como en
Europa, mientras que regresaban
aquí para huir del calor
tórrido del desierto en
verano.
Precisamente fue una
cigüeña, cazada en
1822 en Alemania, el ave que
proporcionó la primera
prueba material de que
había estado en
África, al
encontrársele clavada una
flecha que por sus
características
pertenecía a alguna de las
tribus que por aquel entonces
poblaban la región
occidental subsahariana. Casos
similares de cigüeñas
asaeteadas se han ido repitiendo
desde entonces, pero hasta la
introducción del
anillamiento a finales del siglo XIX
no se pudieron establecer
vínculos inequívocos
entre sus lugares de origen y
destino. Esto permitió trazar
con precisión las zonas de
paso e invernada de muchas
especies y poblaciones. No
obstante, después de un
siglo y con decenas de millones de
individuos marcados, el
anillamiento sigue resultando
infructuoso para muchas especies
debido a las bajísimas
tasas de recuperación, lo
que genera, aún hoy,
importantes lagunas sobre
aspectos básicos de la
migración de algunas aves.
Ciertas técnicas
desarrolladas en las últimas
décadas, como el control
por radar, el seguimiento
vía satélite o el
estudio de los isótopos
estables, nos hacen encarar el
siglo XXI con posibilidades
insospechadas para el estudio de
los patrones migratorios.