Las poblaciones animales silvestres, entre ellas el corzo, presentan unos patrones de crecimiento demográfico establecidos por evolución, ajustando sus efectivos a las características del medio en el que se desarrollan. Al principio, y ante densidades muy débiles, el patrón demográfico sigue una línea incremental muy tendida, hasta que llega un momento en el que, la población despunta produciéndose un fuerte y acusado crecimiento. Esta situación se mantiene mientras la disponibilidad de los recursos alimenticios y/o espaciales –recordemos que el corzo es una especie territorial- sean abundantes y suficientes. A medida que éstos son más escasos, la población entra en una fase de ralentización del crecimiento llegando un momento en el que la línea de crecimiento se invierte y comienza a descender bruscamente. En ese momento la población habrá superado lo que en términos ecológicos se llama capacidad de carga del medio.
A partir de ese momento la población entrará en una fase de recesión descendiendo la fecundidad y la tasa efectiva de reproducción hasta que la escasez de efectivos provoque de nuevo una recuperación del medio y por tanto se llegue de nuevo al equilibrio.
No digamos nada de la capacidad territorial económica, generalmente muy por debajo de la capacidad real del medio, y acentuada en el caso de las especies que, con su expansión, provocan perjuicios a los aprovechamientos humanos. En el caso del corzo estos daños se central en la siniestralidad en carretera y daños forestales, aspectos que requieren actuaciones inmediatas no sólo en las poblaciones, sino en el propio medio (pasos de fauna, protección del arbolado, planificación territorial de los aprovechamientos, etc.).
Productividad de las poblaciones
La productividad efectiva de una población animal es la tasa neta de renovación, es decir la diferencia entre el número de individuos presentes en un año determinado en relación con la población al año siguiente. Esta productividad es el conjunto de cuatro factores como son la mortalidad, la tasa de reclutamiento, la emigración y la inmigración.
La mortalidad engloba al conjunto de las pérdidas de individuos anuales, bien por muerte natural, accidentalidad, predación o las provocadas por caza, en el caso de que la población esté sometida a aprovechamiento cinegético. Obviamente este factor va a depender del estado físico de los animales, que a su vez estará en concordancia con la disponibilidad de alimento.
La tasa de reclutamiento es el número de juveniles que se incorporan cada año a la población, entendiéndose por tales aquellos que llegan a su primer año de edad. En este caso, también, el reclutamiento va a depender en gran medida del estado físico de las hembras, tanto en lo que a tasa de fecundidad se refiere como a la capacidad de éstas para amamantar y sacar adelante a sus corcinos. En este caso, cuando en una población determinada se ven a casi todas las hembras acompañadas de dos crías, a veces incluso hasta tres, es un indicativo de que la población está aún en expansión.
Los procesos de inmigración y emigración representan, en poblaciones en estado equilibrado, un movimiento de animales que puede aproximarse en un 20% del número total de individuos. Dependiendo de la relación de los corzos con su medio, se producirán tanto entradas como salidas de individuos, generalmente juveniles, en busca de nuevos territorios de asentamiento. De todos los procesos, es este quizá el que mayor impacto comporta en la estimación de la capacidad de carga en base a la accidentalidad en carretera, ya que muchos de estos jóvenes corzos perecen en el asfalto.
Las enfermedades parasitarias como factor de regulación natural de la población
Los herbívoros en general, son especies muy prolíficas debido a que soportan unas altas tasas de predación, factor esencial para mantener en equilibrio sus poblaciones y por debajo de la capacidad de carga del medio. En caso contrario, y ante disfunciones de esta relación predador-presa, son las enfermedades parasitarias las encargadas de mantener a las poblaciones por debajo de esa capacidad.
En el caso de los ungulados cinegéticos, y sobre todo en los últimos 50 años, los profundos cambios en el hábitat producidos por los aprovechamientos humanos (agricultura intensiva y abandono de la ganadería extensiva, sobre todo) han proporcionado a estas poblaciones recursos tróficos ilimitados favoreciendo el crecimiento exponencial de sus poblaciones. Por otro lado, unas políticas de fuerte control de predadores y de fomento de las especies cinegéticas llevadas cabo a mediados del siglo XX –hoy ya postergadas al recuerdo-, han propiciado la gran expansión de especies como el corzo, el ciervo y el jabalí en toda la geografía peninsular, de forma que su aprovechamiento cinegético ha pasado a ser uno de los elementos fundamentales de su regulación. Control poblacional que, en muchas áreas, se está mostrando insuficiente para mantener el equilibrio de estas poblaciones con su medio, por lo que, las enfermedades, parasitarias e infecciosas, están apareciendo, cada vez con mayor prevalencia, pasando a un primer plano de la actualidad y con los riesgos que, en ocasiones, supone tanto para los aprovechamientos ganaderos como para la salud humana.
La necesidad de la caza de las corzas
Las poblaciones animales tienden al equilibrio en la razón de sexos, es decir, nacen por igual machos que hembras. En el caso del corzo, esta relación, de forma natural, está desequilibrada ligeramente a favor de las hembras – del orden de 1,2 a 1,5 hembras por macho- debido a una mayor mortalidad diferencial que sufren los individuos de sexo masculino. Si a este fenómeno añadimos una extracción diferencial por caza asentada en la búsqueda de individuos de trofeo, estaremos incidiendo aún más en este desequilibrio sexual, que según lo apuntado. Por otro lado una sobreabundancia de hembras, como responsables directas de la reproducción, favorecería la productividad llegándose, mucho antes de lo esperado, a la saturación de la población y, por tanto, a la superación de la capacidad de carga del medio, algo que en el caso de muchas poblaciones ibéricas de este ungulado, se está detectando ya, y en las cuales, las enfermedades parasitarias están actuando de forma virulenta, presagiando una fuerte caída de la densidad a corto-medio plazo, que no solo afectará a los corzos sino a los predadores potenciales que dependen de él, algunos tan emblemáticos como el logo y el águila real. De ahí que una caza equilibrada, racional y sostenible, tanto de machos como de hembras, y repartida por clases de edad –cargando la presión sobre individuos juveniles-, es la herramienta necesaria para mantener las poblaciones en equilibrio con su medio. Incluso en poblaciones saturadas y en las que ya se están registrando descensos importantes provocados por las enfermedades parasitarias, es recomendable no cesar en su regulación, ya que un control fuerte de efectivos por caza, puede redundar en una mejora de la calidad física de los individuos –mayores oportunidades tróficas y espaciales-, un descenso de la tasa de parasitación y, por tanto, una recuperación más rápida de las poblaciones.
Época de caza de hembras
Una vez dejado claro que la caza de hembras es conveniente, y en muchas ocasiones muy necesaria -o por lo menos, para aquellos más reticentes, no es en absoluto perjudicial para la especie- y que, además, las corzas, son igualmente susceptibles de contribuir a que la población rebase la capacidad territorial económica del medio, es necesario establecer cuál o cuáles son los mejores períodos para realizar esta extracción.
El asunto ahora, es saber cuál es el mejor período de caza. Para establecer el período de aprovechamiento de hembras más adecuado debemos de tener muy presente el peculiar proceso reproductivo del corzo. En este sentido los jóvenes corcinos presentan una dependencia materna hasta bien entrado el invierno, por lo que sería éticamente poco recomendable abatir hembras durante el otoño a sabiendas de que las crías aún no presentan un grado de independencia aceptable que garantice su supervivencia. Además, sería poco justificable, desde el punto de vista ecológico, desaprovechar el alto coste energético que supone para una hembra sacar adelante a su prole abatiéndola sin haber completado su misión. Por otra parte elegir un período de no preñez resulta altamente complicado debido a que, como ya es conocido, las corzas están en estado de gravidez casi diez meses al año (fenómeno de la diapausa embrionaria). Hemos de elegir, por tanto, aquel momento en el que las crías ya sean independientes y en el que el coste energético reproductivo sea menor para la especie.
Así con estas premisas, se puede aprovechar el mes de diciembre para abatir el cupo de hembras de menos de un año –aún distinguibles en tamaño de las madres en esta época- y dejar los meses de enero y febrero para cumplir el cupo de hembras adultas aún en estado incipiente de gestación. Además, es un momento idóneo, para, a través del análisis de las hembras abatidas, conocer las tasas de fecundidad y fertilidad, herramientas muy útiles desde el punto de vista de la gestión a través del examen del aparato reproductor de las corzas capturadas.
Algunas autonomías, incluido el País Vasco y Navarra, sin embargo, están optando por una caza de hembras durante finales de verano y otoño –incluso algunas permiten su captura en primavera-, lo cual desde el punto de vista biológico no parece el momento más idóneo, como ya hemos comentado, aunque, también es verdad que cualquier decisión que redunde en un mayor cumplimiento de los cupos propuestos, es siembre bienvenida.
La caza de corzas como necesidad
Ha quedado patente la conveniencia de realizar una caza de hembras de corzo –y, en general, de cualquier especie de ungulado cinegético- como efecto equilibrador y regulador de las poblaciones. La caza debe de parecerse, en su esencia, al efecto que, de forma natural, causa la predación, y más en esta especie en la que la mortalidad natural está ligeramente desviada hacia los machos. Por otra parte, también hemos intentado dejar claro que un respeto a ultranza de las hembras no asegura ni una mejor cosecha de machos ni tan siquiera un aumento de la población si ésta está próxima a la capacidad de carga del medio. Pensemos que, a veces, si la gestión de los corzos está orientada a la producción de buenos trofeos, y dependiendo de las características del medio, se requieren unas densidades bajas y por tanto menor competencia intraespecífica. Al final, la conclusión a la que llegamos es que las reticencias que muchos puedan tener a la caza de hembras se asientan sobre todo, en la concepción trofeística que tenemos de la caza de ungulados cinegéticos y en la herencia de una legislación de caza –hoy ya derogada en la mayoría de las Comunidades Autónomas- que pretendía llenar la geografía peninsular de corzos. Pero la caza moderna, gestionada desde el punto de vista de la sostenibilidad del recurso, debe de afrontar el aprovechamiento desde una perspectiva de elemento regulador de ciertas poblaciones distando mucho de provoca desequilibrios en los ecosistemas, y esta debe ser la premisa de cualquier plan de gestión.
La caza de corzas debe de afrontarse como una oportunidad venatoria más, dentro del panorama cinegético de una comarca o territorio, y que no por tener un objetivo de conseguir un trofeo, tiene por qué ser menos satisfactoria.
Florencio A. Markina Lamonja
Dr. en Ciencias Biológicas
Aran Servicios Medioambientales, S.L.
Asociación del Corzo Español