La vida renueva sus ciclos reproductivos. Los de la caza también tienen su calendario y, en la antesala de la próxima temporada de caza menor, cumplía la presencia de ciertas migraciones por estas fechas.
Hace cuarenta años que constato anualmente que, a mediados de mayo, las codornices hacen escala en nuestro herrialde, en su migración de los territorios de invernada en el sur, a los de cría, allende los Pirineos. Algunas pocas también crían aquí.
El calendario cumplía. También el tránsito numeroso de vencejos, aviones y golondrinas, presagiaban la inminente presencia de las pequeñas pero estimadas gallináceas. Para más evidencia, la noche de hace un par de viernes fue cerrada y lluviosa; circunstancia que las condiciona a descansar de su fatigoso viaje.
Por todo lo anterior, aunque la mañana del pasado sábado, 19 de mayo, era lluviosa y el campo tenía agua suficiente para empaparme las piernas, ???echaría en falta los zahones- saqué al braco en su diario paseo matutino, con la esperanza de hallar alguna codorniz.
No entramos en los extensos y medrados pastizales, más bien los lugares con menos hierba y caminos próximos a los acantilados de Uribe Kosta. Al poco, advertí que el perro venteaba cabeza arriba; un mirlo se levantó largo del perro, pero él se quedó. Extrañé que el braco tomara los vientos del tordo a tanta distancia y que lo marcase. Al ver que su trufa continuaba aspirando y, tras dos pasos, volvía a parar??? me lo figuré.
Efectivamente, delante del perro levanté una codorniz; el braco se calentó, como es habitual con los efluvios de una pospolina tras meses sin oler caza, y su pasión cambió su actitud de paseo transformándose en ardiente búsqueda. Cerca, en una eminencia sobre la franja costera, puso otras tres codornices -es habitual la compañía- que volaron recias en dirección a los acantilados, remontando el altito y perdiéndose abajo.
Por un camino próximo, pasó un perro labrador; el mío tan dado a comunicarse con sus congéneres de paseo, no lo hizo ni caso. Ambos, fuimos ansiosos a la rebusca, por allí las hierbas y árgomas estaban crecidas y cargadas de agua, demasiado para unas codornices sin asentar. Como barrunté el braco, revoló una codorniz e hizo otra muestra, ambas en los escasos calveros de las trochas.
A la última me acerqué y cuando estuve a su costado le ordené que entrara. Tomó un poco tiempo, dio dos pasos y bajó la trufa hasta dos palmos del suelo. La codorniz no salía, cosa atípica porque estas de contrapase tienden a apeonar ante la presencia de los perros. El braco metió el morro a las hierbas junto a una trocha y abocó la codorniz; como estaba a su lado, no me costó mucho quitársela, aún viva, y, después de despistar al perro, la devolví al campo. Me dije que ya era suficiente y nos retiramos del lugar.
Hoy no he vuelto allí; con este tiempo probablemente continuarán en la zona. Es una alegría sentir que la vida se renueva y la caza, mal que bien, se reproduce en libertad. Las codornices siguen existiendo y la llama de nuestro fuego continúa encendida avivando el optimismo; las encontraremos la próxima temporada.