Una mañana del mes de febrero que hacía mucho frío, en la obligación diaria, fui a atender a mis perros, que viven en una borda de campo a las afueras del pueblo. Cuando abrí la puerta, me encontré cara a cara con el mayor gato que había visto en mi vida. Qué sorpresa. Observé que cuando se alejaba, tuvo dificultad para saltar a la viga que tenía el local, y cuando se detuvo, se colocó en ella, asentándose. Nos miramos muy atentamente. No era un gato normal, su tamaño duplicaba a sus congéneres, su capa era gris con rayas negruzcas trasversales y la cabeza con forma de calabaza estaba decorada con unos bigotazos enormes.
La situación era de tensa calma, los dos perros, cada uno en su recinto, se sentían nerviosos, pero no ladraban; por mi parte no le quitaba el ojo, le miraba y le remiraba al nuevo inquilino. Noté que en la parte posterior del muslo izquierdo, tenía la piel muy rasgada y se le veía la carne de los músculos. Había cogido postura en la madera de la viga y no se movía, parecía estar muy herido.
Salí a pasear con mis perros pero estábamos nerviosos. Cuando volvimos, les puse la comida y el agua, pero seguíamos mirando al gato, que permanecía inmóvil en la viga.
Antes de marcharme, en la mesa contigua y próxima a donde reposaba el felino, puse una escudilla con agua, por si lo necesitara el nuevo ocupante.
Cuando volvía hacia mi casa, no dejaba de pensar en el gato y que coincidiendo con el mes de febrero, el mes de los amores de los felinos, supuse que las heridas del huésped eran consecuencias de las cruentas batallas que se producen entre los machos por las gatas receptivas, y en donde se desgarran a mordiscos y arañazos, para poseerlas.
Me organicé para la visita de la tarde, preparando una mezcla de carne picada muy fresca, que puse en un cuenco, le esparcí antibiótico en polvo, pensando que ante tan gustoso alimento no haría ascos y que la medicina actuara como curativo.
Al día siguiente, cuando abrí la puerta observé que los perros no habían comido, que el gato estaba en la viga y no había tocado la escudilla de agua, y el ambiente seguía tenso.
Al tercer día, que parecía calcado a los anteriores, para mi sorpresa, el gato se había aseado, las heridas estaban limpias y brillantes, había comido un poco y, aunque permanecía inmóvil en la viga, parecía que se sentía tranquilo.
Día a día fue mejorándose, le notaba más lustroso, las heridas tenían mejor aspecto. El ambiente con los perros era de tranquilidad y en cuanto a mí, le era indiferente, manteniendo la misma mirada y distancias, como cuando nos conocimos.
Había que ponerle un nombre, y por sus bigotes, belleza y elegancia el que mejor le sentaba era el de Moustapha.
Todos los días le veía inmóvil en ”su” viga, pero dejaba rastros de las andanzas nocturnas, sus huellas le delataban, además se hacía notar, como cuando depositaba ratones a la puerta de la borda.
Moustapha era un “señor” que respetaba los conejos y pollos de los caseríos vecinos, que con su mirada mantenía a distancias prudenciales los perros propios y ajenos, no dejaba que nadie se le acercara, tenía casa, pero no quería ningún dueño.
Así transcurrió el año, hasta que llegó el febrero siguiente y Moustapha desapareció sin dejar rastro alguno.
Lo echo de menos.
En recuerdo de un aniversario que me dejó unas sensaciones imborrables.
Muy bonita e instructiva historia.
Enhorabuena-
UN ABRAZO
He disfrutado mucho leyendo la historia! 😀