Sábado 20 de Noviembre de 2021. Una fecha señalada en el calendario peninsular contemporáneo que las generaciones jóvenes han olvidado, afortunadamente. Con la muerte del dictador se inició la llamada transición española, actualmente necesitada de reparaciones urgentes, pero que, tras las elecciones de 1977, supuso echar a volar con el resto de la bandada europea.
Una efemérides, sin nada que ver directamente con la caza, que a los mayores nos evoca momentos pletóricos de juventud en los que, atravesar de punta a punta los doce kilómetros de extensión del acotado, con vuelta incluida, era una tarea, además de llevadera, presagio de un posible retorno cargado de riquezas.
Cuál si volvieras, indiano, de hacer las Américas. No de especias, sino de especies en nuestro caso. Adentrarse en lo oscuro del bosque espeso del monte Abión, esperanzaba de hallar dentro becadas; damas de la nieve. Ascender sin ahogos ni mayores problemas que cuidar los tobillos, al intransitable -por pedregoso- cráter volcánico de Cardejón, era como entrar en el sombrero de Alicia en el país de las maravillas. En los indómitos roquedos, sorprendías a raposos cortejándose, ajenos a tu presencia; vislumbrabas bandos de perdices escamoteándose vestidas de niebla, o atisbabas liebres viejísimas, que rondarían los cinco kilogramos de peso, saltando aliagas y escobas como caballos de competición.
Que cosas así sucedan o puedas hacerlo hoy día, no diré que es imposible, aunque sí excepcional. Sobre todo, caminarlo de parte a parte sin mella. Los planetas deberían alinearse más de lo que ya lo hacen. Asunto harto improbable. Viene esto a propósito de que, al igual que los animales silvestres cuentan con días de fortuna que los amparan, los venadores solemos tener, de ciento en viento, el ticket mágico de encontrarnos cazando dentro del paraíso, sin saber cómo ni por qué. Cumplimentado el día de autos que les estoy narrando, acudió a mi memoria el título de un famoso libro que ahora parafrasearé: “Toda la mañana se oyeron cantar pájaros”
Fue la bula celestial que disfruté este primer sábado de los dos que hace pocos años, los foráneos logramos arrancar a la directiva local, a fin de sumarlos a los festivos y hacer así más rentables los viajes de doscientos cincuenta kilómetros que tenemos de por medio. Argumentamos que cualquiera de nosotros, pagando igual, cazamos la mitad de jornadas que los locales; puesto que, prácticamente jamás vamos allí en Navidad y Año Nuevo, ni cuando el pronóstico del tiempo es incierto, tal que sucede algunos fines de semana invernales, etc, etc.. Por mor de lo cual, además, podemos añadir una pieza más al cupo en ambas jornadas.
Hicieron oídos sordos a instaurar el acertado sistema imperante en muchos cotos burgaleses o riojanos donde cada socio dispone de diez o quince tarjetas de perdiz a gastar según la conveniencia, depositándolas en un buzón cuando te desplazas. Diría que Castilla es más mandona que comunera. Si te interesa, bien; y si no, ya sabes. Bastante que aún nos reconocen el derecho de caza por la ascendencia del linaje materno o paterno.
Estaba en que hados y hadas decidieron retrasar unas horas la Dana Polar prevista, y ponerme delante de los ojos perdices y venga perdices. A troche y moche, y en los sitios más inusitados; donde, de suyo, no se las ve habitualmente.
Fue salir del coche, y pillar rastros aquí y acullá. Era un espectáculo ver a Mambo activarse tras cada lance detectando emanaciones al par de las recién huidas. Hay una cantidad considerable de patirrojas añejas compartiendo hábitat con las nuevas familias, aunque sin mezclarse del todo. De esa forma, parecen estar ellas metidas este año; desperdigadas, nunca mejor dicho. Entre bando y bando. El presidente ha comentado que tres de los machazos cobrados el domingo anterior pasaron de los setecientos gramos. Cuesta creerlo ya que el peso de un ejemplar adulto anda por los cuatrocientos. No obstante, no es de lanzar palabras a humo de pajas.
La primera que derribé era del año. Acababa de perder de vista a tres briosas cuando vi correr por mitad del rastrojo a una madre -o padre- con siete u ocho descendientes apretados detrás. Hice las aproximaciones correctas y las sorprendí contra el aire en una asomada, tras el par de vuelos blandos de ocultamiento que me hicieron. Finalmente, el gruppetto sí salió escopeteado y a tiro, presa del pánico. Y de través, tapándose de inmediato en el abombamiento de la ladera. Menos una, a la que le dio por ser distinta y lo pagó caro. Voló derecha a la loma contigua y la derribé cayendo entre ambas de forma fulminante; aunque necesité dos disparos.
De nuevo, me asombró la distancia del impacto. Por encima de los treinta metros. Lo señalo porque, en el momento del lance, tener la vista cansada por la edad; o sea, presbicia, las disminuye de tamaño. Haciendo que parezcan estar más lejos. Comprobé la munición exitosa resultando ser Royal de sexta y 36 gramos, coincidente con la que fulminó al primer machazo de la temporada días atrás.
• ¡Mira! No son tan malos como pensaba al principio.
En adelante, voy a usarlos más.
Y vaya que es efectivo. Media horas después, logré trompicar al macho vigía, muy astuto, que saltó retrasado treinta segundos o más, desde que lo hiciera el gran bando, que llamaré del herbazal, sito arriba de la escombrera abandonada de Gómara, y compuesto de una docena de individuos, del que no tenía noticia.
Fue Mambo quien, teniendo delante la circunferencia enorme de un mundo de páramos vírgenes por explorar, giro su nariz noventa grados indicándome la dirección que debía tomar. La visión de las royas levantándose una tras otra por aquellos herbazales blanquecinos situados en el fondo del valle, supuso un placer a añadir a los anteriores. Si cabe más intenso. Tal que si acostumbrado al café de una taza de marca blanca, de repente te ofrecen un Nespresso con crema, en taza grande.
Media mañana empleé en marearlos. Y a fe que lo conseguí. Acabaron cada uno por su lado brincando de uno en uno y cuando les apetecía. Imaginen el festín sensorial que gozamos Mambo y un servidor, con arrancadas a cada poco; aunque la mayoría fueran a distancias considerables.
Para ser justo, debo confesar que también nos marearon a nosotros dos. Por tres o cuatro veces bajé y ascendí los infiernos de estas quebradas. Innumerables las asomadas que hice, cumpliéndolas conforme saben los veteranos. Nada de ir rectos por lo alto de los serrijones, sino en zigzag y tapándonos cincuenta metros antes de llegar a su final. Todo ello, contra el viento, de ser posible.
Ni por esas lográbamos cobrarlas. Pese a que procuraba cortar su huida más probable, se ladeaban o retrasaban la aparición lo justo para quedar fuera de tiro o saltar a cazador y perro pasados.
A lo largo de la mañana, me descubrí en varias ocasiones cavilando escribir “Teoría de las aproximaciones a perdiz”. Tratado en el que, cual si fuera un pointer laceando las fincas con la lógica y meticulosidad que les caracteriza, incluiría las estrategias de revisión del terreno optimizando la ruta; y pensándola desde que sales hasta que retornas. Minimizando, además -por descontado- en todo lo posible, que el sol te ofenda la visión
Es lo que hice. Dejé para el final revisar con parsimonia el herbazal más denso. Una larga parcela de doscientos metros, partida en dos por una estrecha hendidura de profundidad considerable.
Sería la una del nublado mediodía con viento casi nulo, cuando empecé a recorrerla acercándome al cortado por un extremo. Estaba dándole orden al Breton de bajar a menearlo. Por el lateral, escuché el sonido más bello del mundo para el cazador de perdices. El tremolar de alas delta quemando octanos como si les fuera la vida en ello; que es lo que, en realidad, acontece, sin querer frivolizar con semejante situación vital. Por nada del mundo querría verme en ese trance delante de un ser armado de rifle.
Saltó traseando cuanto pudo, pero mi determinación lo impidió. Junto con la constatación de que estos cartuchos matan, fue el siguiente aprendizaje de la jornada. Caí en la cuenta de que lo único diferente a días anteriores ha sido que, simplemente y de manera automática, casi inconsciente, por fin, corría la mano hasta justo taparlas, apretando entonces el gatillo. Un mes he necesitado para recobrar parte del swing de antaño; sin exagerar. Otro pelotazo y satisfacción de escándalo. Ni rechistar. Muerta en el acto a unos veinte metros. Mambo empieza a cogerle gusto a masticar pelo y plumas. Con el anterior dueño, requeté jubilado, ya no lo hacía. Conmigo, un “púber” recién retirado, está pudiendo degustarlas nuevamente.
Continué adelante por todo el costado de la hondonada hasta llegar al borde opuesto, con el coche a menos de cien metros. Lo que les digo de planificar la ruta de ida y de vuelta. Me disponía a descender con idea de cerrar la jornada. Y hete aquí que, a un machazo con tantos espolones como plumas, no se ocurre mejor cosa que descubrirse agitando sus alas de caza reactor impulsado por la misma clase de combustible nuclear de alto octanaje que su hermana.
Tomó altura con intención de perderse en los llanos infinitos, allende Castilla, pero el estrépito de la detonación hizo sombra a su poderío. Caer a plomo desde veinte metros y desplumarse entera por el brutal encontronazo con la tierra que le vio nacer, dios me perdone, fue una visión digna de filmarse a cámara lenta y replicarse tantas veces como quisiera uno repetirse el placer de semejantes frames, a cuál más espectacular. Lo titularía “Belleza Rota” y los ecologistas de salón pedirían mi cabeza, y con razón, a Poncio Pilato. Se lo advertí. Cuando cazo, dejo de ser racional para convertirme en humano. Frio admirador de estas estéticas singulares que conllevan muerte. Está por analizar el goce íntimo de la depredación. Más cercano a la aprehensión concreta de una criatura salvaje que al sadismo.
Tengo resuelta la percha standard del cupo, y el vehículo a veinte metros, con la hondonada ya rebasada. Retiro dos cartuchos de la semiautomática. Pero los ángeles estaban complacidos, porque, instantes después, Mambo bloquea otra pieza, conmigo medio desarmado. Un único cartucho.
Me santiguo y resuelvo “Alea jacta est”. Sea lo que la ventura quiera. Y resultó que querían añadir a mi mesa de Navidad una codorniz. Perdigón de sexta. ¿La tiro o no la tiro?
Una fiebre dentro de mí, saturada de adrenalina, empuja el dedo a su final. Les ruego de nuevo que no lo cuenten. Mea Culpa. El que esté libre de pecado que tire la primera piedra. Quedó hecha añicos. “No volveré a hacerlo”, dijo un emérito.
Por primera vez en diez años, “los divinos” se dignaron a perdonarme. Tuvieron en cuenta los mil afanes sin recompensa, y se mostraron agradecidos al esfuerzo que me supuso decidirme a arrancar esta madrugada, sobre las 5 de la mañana, una vez comprobado que los partes atmosféricos reducían a valores aceptables la probabilidad de lluvia. Durante buena parte de la semana estaban por las nubes, nunca mejor dicho.
Lo tenía todo listo desde el jueves con idea incluso de viajar el viernes. Una invitación a comer en Garai pospuso la partida. Me pareció prudente esperar; y más todavía tener la cortesía de aceptarla. No es cuestión de dejarse arrastrar tanto por las pasiones, por mucho que Oscar Wilde, tan agudo como irreverente, las zanjara con la sentencia de que “lo mejor de una tentación es caer en ella”. Siempre es conveniente cultivar las amistades; máxime aquellas que se acuerdan de ti.
Un café con leche y croissant ingerido con urgencia por las prisas en el Restop de la autopista Malzaga-Vitoria, y para las ocho en Soria. Tampoco me extrañaría que algún radar me cazara durante el trayecto. No sería la primera vez. Los depredadores abundan. Éstos que cito, no tienen necesidad de madrugar ni cansarse. Dejan las trampas permanentemente urdidas
Arrebatar del armero la escopeta, hacerse con el collar del desasosegado chucho, calzarse botas, mitones y braga al cuello, con los que afrontar los cero grados, y las 8.30 me dieron ejercitando músculo.
De ello hacía unas horas. Ahora eran ya las dos del mediodía y puede decirse que tenía todo el bacalao vendido. Tentado estuve de darme por satisfecho y acercarme al bar a departir un rato las andanzas de don Quijote, pero energizado por sendos Aquarius, queriendo aprovechar a tope el costoso viaje desde Bizkaia y sabiendo que las contadas codornices que se aploman en el Otoño no suman, mantuve el ánimo suficiente de intentar nuevamente dar con la liebre y las perdices de días atrás en los bajos de Aliud.
Estaba llegando al cazadero cuando vi a un joven armado campear, ayudado de can, los modestos cresterios. Iba derecho a las querencias. Me desanimé de cortar su trabajada trayectoria, así que decidí patear otros aledaños próximos, absteniéndome de interferir.
Por ventura, comencé a ver rojas sueltas, muy cautas, huyendo prontas la aparición. Seguí a una, pese a lo prolongado del vuelo, porque suponía desandar camino hasta “Doña Mercedes”, mi compañera negra obsidiana de tantos azares y viajes. El implacable reloj marcaba las 15 horas. Creí que habría traspuesto el viso, pero me sorprendió arrancándose antes desde lo alto y algo lateral. Sigo sin calibrar bien la medida razonable de intentar el abate. Tomó altura buscando volver al punto de partida. Durante tres largos segundos dudé de si estaba a tiro. Un tiempo preciosísimo que el plomo de sexta no fue capaz de recuperar y le salvó la vida. Adelanté varios metros, pero erré. Rebobinando mentalmente el lance concluí que la había tenido a veinte metros. ¡Estos ojos!
• Tuviste suerte, reina. Vives de milagro. Y como siempre, ahora me alegro.
Los hados pensaron que había sido suficiente. El domingo amaneció con la niebla más tupida que jamás había visto aquí. Hasta las 12.30 no levantó. Y resultaba que justo tenía cita con dama a las 13.30 en Soria. No me quedó más remedio que elegir. Mujer o perdiz. Créanme que faltó poco.
Muchas gracias por tu relato Josu, impregnado de esa pasión perdicera que te caracteriza, así como con un léxico extraordinario y muy elocuente. Espero sigas deleitándonos con tus vivencias camperas.
Saludos desde Cantabria,
Fidel Fdez.
Muy buen artículo periodístico!! 👏👏👏