En
los años sesenta, la
bióloga Rachel Carson hizo
temblar a los sectores
político y empresarial de los
Estados Unidos con su libro
“La Primavera
Silenciosa”, un contundente
ensayo sobre el impacto ambiental
de los plaguicidas. La
metáfora de aquel libro
–una primavera sin cantos
de pájaros– sigue
vigente medio siglo
después debido a la
sostenida reducción de las
aves en los campos de cultivo
europeos, a merced de
prácticas agrícolas
poco sensibles con los servicios
que la biodiversidad ofrece.
No
hay pájaro más
común que el
gorrión. Lo vemos por todas
partes en ciudades, pueblos,
campos, montañas y playas.
Sin embargo, el deterioro de sus
poblaciones ha sembrado
preocupación entre los
políticos europeos y el
conjunto de la sociedad. A
título de ejemplo, en el
año 2002 la revista Nature
publicaba un estudio encabezado
por David Hole (Universidad de
Oxford) sobre cuatro poblaciones
genéticamente aisladas de
gorrión común
(Passer domesticus) en las granjas
del condado de Oxfordshire. El
número de individuos de
una de las poblaciones
disminuyó un 80% entre
1960 y 2000, mientras que las
otras tres se mantuvieron estables.
A las cuatro poblaciones se les
suministró comida durante
los meses más fríos
y se contó el porcentaje de
supervivientes entre inviernos
consecutivos antes y
después de dispensarles
esa ayuda. Al finalizar el
experimento, el aporte de comida
sólo coincidió con un
aumento en el número de
supervivientes en la
población en declive. Los
biólogos británicos
concluyen que la histórica
merma de esa población
radica en la alta mortalidad por
escasez de alimento, ocasionada a
su vez por la intensificación
de la agricultura. Es sólo un
caso entre los numerosos estudios
que ya evidencian que el
incremento de cosechas mediante
intensa irrigación, abonado
y protección química
está sustrayendo recursos
vitales para muchas especies de
pájaros. Así, en las
tres últimas décadas
los censos de aves comunes en las
regiones agrícolas de la
Unión Europea, unas 120
especies, han arrojado un continuo
descenso.
El
ser humano ha convertido
más de la mitad de la
superficie terrestre en campos de
cultivo y la ganadería ha
alterado la mayor parte del resto.
En los países
industrializados, el área
agropecuaria ha logrado
estabilizarse, pero en los
países en desarrollo
continúa creciendo a
expensas de hábitats
naturales. No obstante, en la
mayoría de los
países la
intensificación agraria
prosigue para, entre otros motivos,
tratar de alimentar a los cerca de
7.000 millones de habitantes que
actualmente viven en el mundo,
que se estima superarán
los 9.000 millones en el año
2050. La seguridad alimenticia
para tantas personas es un reto
que compromete al medio
ambiente.
Asimismo, estudios
realizados sobre la salud de las
abejas determina la abundancia de
muchas cosechas. Pues bien, la de
los pájaros indica la calidad
del paisaje campestre y,
también, de los alimentos
que consumimos. Así, en
Europa, los peores censos
históricos de aves en
cultivos corresponden a
países donde la
intensificación
agrícola es mayor,
particularmente en los campos de
cereales de Bélgica, Francia,
Holanda y el Reino Unido. La
Unión Europea ha
reaccionado adoptando esos
censos como uno de los once
índices maestros para
evaluar su Estrategia para el
desarrollo sostenible.
Además, la Política
Agrícola Común
(PAC) ha creado, entre otras
medidas, esquemas agro-
ambientales que compensan a los
agricultores por seguir
prácticas respetuosas con el
medio ambiente, como cuotas
limitadas de fertilizantes o
actividades ajustadas a las fases
reproductivas de las aves. Tales
esquemas han logrado revertir el
declive de algunas poblaciones,
caso del alcaraván
(Burhinus oedicnemus) en
Inglaterra, pero han demostrado
ser ineficaces con la aguja
colinegra (Limosa limosa) en
Holanda. Muchos otros ejemplos
avisan de que lo que funciona para
una especie y en un país,
no tiene por qué tener
éxito en otros casos.
Se
han documentado los factores
humanos que impactan sobre las
poblaciones de muchas especies, a
destacar los siguientes: los
herbicidas destruyen las plantas
que sirven de alimento a
pájaros granívoros
como el escribano cerillo (Emberiza
citrinella); los insecticidas y la
ganadería intensiva abaten
los invertebrados que forman la
dieta de ciertas aves
insectívoras y
omnívoras, como la perdiz
pardilla (Perdix perdix), así
como de las rapaces que se
alimentan de ellas, caso del
halcón peregrino (Falco
peregrinus); el retraso de las
siegas favorece la aparición
de plantas más altas y
dificulta la nidificación de la
alondra común (Alauda
arvensis); la desecación de
praderas contrae el hábitat
potencial de especies como la
avefría (Vanellus vanellus);
y otro tanto ocurre con el zorzal
común (Turdus philomelos)
en respuesta a transformaciones
sufridas por el bosque, el matorral
y los setos alrededor de las tierras
de cultivo, lo que además
sobre-expone a especies como el
zarapito real (Numenius arquata)
ante sus depredadores naturales.
¡Y qué decir
de nuestras perdices! Mucho y bien
se ha abordado en Desveda la
problemática de las
perdices en el Estado
Español, por lo que el
artículo lo dejo aquí.
En
definitiva, todo aquello que resta
diversidad al paisaje, o lo
contamina a gran escala,
enmudece nuestras primaveras.