Por donde he andado, me han acompañado el perro y la escopeta. Cuando residíamos en Zaragoza, solíamos cazar en un pueblo llamado Valmadrid, que tiene una extensión de 5.000 hectáreas con pocas y pequeñas siembras de cereal, mucho monte con matorral y algunos pinos y que para mí constituye uno de los biotipos más interesantes para la caza menor que he conocido.
Perdices y conejos en abundancia, jabalíes pocos pero serranos, y de los cien habitantes del pueblo, ningún furtivo.
Con los compañeros que cazaba, el primer mandamiento era el de el “buen humor”, íbamos a divertirnos y disfrutar con nuestra afición; el reparto de lo que cazábamos estaba en función de los compromisos adquiridos, por lo que se procuraba eliminar los “egoísmos”. Pero los “egoísmos” de pasarlo “bien” sin nuestras respectivas “lorzas” (compañeras) siempre estaba a flor de piel.
Uno de los días que organizamos un gancho a los jabalíes, el bueno de Luis (excelente compañero y mejor cocinero de calderetas) que había dejado de cazar, estaba con su ternasco, patatas, alcachofas, ajos, aceite y demás complementos para preparar la pitanza. Había tiempo de sobra y le animamos a que tomara una escopeta. Para no llevarnos la contraria, y con dos cartuchos, se colocó en un extremo de la mancha para no molestarnos.
Movimos monte, gritamos, hicimos tiros al aire, pero no vimos ni sentimos a ningún cochino. Al llegar la cuadrilla al punto de la junta, y dando por terminada la batida, oímos a lo lejos dos tiros, a los cuales no le dimos mayor importancia. Cuando llegamos al punto donde se quedó Luis, había dos jabalíes “quietícos” y “capadicos”.
Qué sorpresa y qué alegría. Y todos rápidamente al refugio a felicitar a nuestro cazador resucitado, el cual nos recibió con los aromas de la caldereta, similares al del mejor manjar. Felicitaciones, parabienes, risas y más risas, y cuando se puso Luis a explicarnos el lance, la forma en que lo relató, nos dejó a todos boquiabiertos y pensativos.
Comenzó diciendo que después de cargar la escopeta con los dos cartuchos que le dejamos, empezó a darle vueltas al “coco”; se acordaba de los “roces” que había tenido durante la semana con la madre de su “lorza”. También se acordaba de las “capeas” con el director del banco, y en esas andaba, cuando aparecieron mansamente los dos jabalíes. Muy seriamente nos dijo que en vez de las jetas de los animales, vio bien perfiladas y claras las caras de su suegra y la del director del banco.
¡Zás! y ¡Zás! Y los dos bichos se quedaron “educadicos” y sin gruñir, sin moverse, en el sitio. Nadie hizo comentario alguno, nos quedamos un poco “tonticos”, pero la pitanza, la alegría y el ambiente del grupo fueron el postre de un día que no olvidaré.