Al veroño fantástico que se prolongó hasta el 30 de Octubre en la península, ha seguido sin solución de continuidad una pesadilla de tiempo infernal liderada por cierzos gélidos, cuyo continuo soplar a partir de oscurecer, evoca a la Santa Compaña y la noche de Ánimas. Tan es así, que sus arremetidas estruendosas han arrancado el cartel local de la Caja Rural. En palabras de Raquel, nieta del barberillo a quien robó la novia Machado, y dependienta consorte del repostero:
• Los ruidos hoy de madrugada parecían los de un poblado del oeste.
Me cae bien esta pareja bien avenida de jóvenes adultos, de buen carácter, empeñados en perpetuar el negocio familiar y sostener en dulce a los sufridos abueletes, cociéndoles en leña de encina el pan de cada día. Contribuyen a retrasar el inexorable éxodo del centenar escaso de habitantes a la capital.
Como es entendible, habla pestes del poeta, a quien tacha de asaltacunas. Con treinta seis años tristes y desaliñados, el vate desposó una criatura angelical de dieciséis. Tentado estoy siempre de decirle -y no lo hago- que debería reconocer que, en el par de años que vivió Leonor antes de enfermar mortalmente, tuvo lo más granado del mundo encima de la mesa. Toda suerte de artistas encumbrados de Madrid o París. Algo que, sin él, la desventurada moza nunca hubiera soñado posible. Seguro que me respondería: ¡Castigo de Dios!
Lo curioso del caso es que estos vientos ábregos amainan al amanecer y consiguen que la salida del sol, templando estos páramos lóbregos del alto llano numantino glosados por el poeta, parezcan un grato paraíso. Tanto, que la claridad de los ventanales conduce a la paradoja de que apetezca campear el averno de víspera.
Así lo hago y, camino de otear el cazadero del jueves, contemplo, desde el coche desangelado, una docena de buitres soleándose en un rastrojo junto al pueblo. Dispuestos en fila, y con las alas a medio abrir, parecen monjes descapuchados orando con las manos resguardadas dentro de las túnicas.
He pensado buscar algún sitio distinto de los clásicos. Subiendo en dirección a Gómara, recuerdo unas lomas a la derecha, a mitad de la cuesta, que me fueron propicias hace años, cuando aún permitían cazar un rato por la tarde. Me animo a inspeccionarlas hoy. Casi nadie las campea por estar entre Pinto y Valdemoro, lejos de “las natas” del acotado; esto es, entre los codiciados altos de Albocabe y los cerros del Punto Verde en el Kilómetro diez.
A la ruta, he convenido en llamarla “Chozos de la Pedrera”, por haber allí tres o cuatro salpicados; y para distinguirlos de los chozos de los corzos ubicados en el lado diestro de la carretera de Aliud.
Son varias filas paralelas y largas de serrijones mansamente convexos, distantes entre sí un centenar de metros. Ideales para recorrerlas en escuadra de dos o tres y, de ese modo, contar con opciones de abatir alguna de las que lleves delante.
Deambular despacio sobre las abruptas fajas, sin escopeta, lleva mis pensamientos a tiempos pasados con la cuadrilla capitaneada por mi padre y Mariano en fraternal y sabia alianza. Concluyo que una dirección sin fisuras de ese tenor, es el requisito sine qua non para conjuntar armoniosa y gozosamente un grupo de venadores que, de otro modo, preferirían cazar cada uno por libre, con peores resultados.
La mano para ser eficaz y mantenerse durante la temporada debe estar comandada y organizada por alguien cuya autoridad se acate y no se discuta. El número de miembros dependerá de la altura y amplitud de los montículos. Será de entre tres y cinco, por lo general. Los jóvenes, arriba, y más retrasados que medianeros y bajeros. Los mejores tiradores, por el bocacerral, o a media ladera.
En estas cábalas estaba, cuando, al final de la primera y menuda tira que reviso, veo alzarse siete u ocho perdices.
• ¡Hurra! me digo. Tenemos un bando más.
Mambo no se ha empanao. Seguramente, porque estaban quietas y prietas. Lo hace segundos más tarde venteando nítidamente el dormidero del que han partido.
• Mira tú por dónde, continúo hablándome, ya se dónde cazaré pasado mañana, jueves de jubilado. El primero de mi vida y de los dos que permiten esta temporada.
La siguiente hora la he gastado cazándolas mentalmente a placer. Anotando sus careos, que han resultado más largos de lo esperado. El último vuelo provocado, ha terminado con ellas dirigiéndose hacia Aliud, distante dos kilómetros del punto de inicio. Seguramente, porque el fuerte viento favorecía, cuando no obligaba a ese trayecto. Aun así, me ha extrañado que no se dieran la vuelta. Creo que hubiera abatido una con toda probabilidad al salirme francas a unos veinte metros. Seguro que el jueves no lo hará.
Momentos antes, en la misma hondonada a resguardo del matacabras, habría podido abatir un zorro. Lo he divisado a treinta metros yéndose a la chita callando por un lateral a punto de trasponer.
En total han sido varios lances a ley. De bajar sin problemas un par de ellas, caso de ir armado y estar medianamente atinado. Las más clara ha sido una perdiz lista que, en el segundo levante, había apeonado con garbo hacia atrás, por un sendero lateral. Verse sorprendida a tres metros por Mambo, la ha hecho gallear cuando ponía alas en polvorosa. Su estrategia era buena.
Una vez más ha quedado verificado que casi siempre queda una amagada. Y tengo para mí, que suele ser más el padre o la madre que las novatillas. En todo caso, una de las “viejas” que, además, tienden a tomar rumbos diferentes al grupo al emprender vuelo.
He quedado satisfecho al comprobar que la suma final de ejemplares que componen este bando ha sido de unas once o doce patirrojas.
Regreso contento del fructífero paseo de dos horas. Decido acercarme a almorzar a Gómara y comprar su rico pan. De paso, visitaré a la gallarda comerciante consorte, con la excusa de comprar un protector labial que, a todas luces, hasta para mis delicados labios, es innecesario a estas alturas del año. Son escasas las probabilidades de que esté atendiendo, pero la conversación con su marido, también cazador, siempre es amena e interesante. En estos lares, se agradece un hombre formado. No abundan. Menos aún las doncellas galanas. Por ello, pido al lector me otorguen la licencia de gustarme esta mujer altiva y miope de uno setenta y cinco o más de estatura… ¡Con todo! Que esté matrimoniada no obsta para contemplar su donosura. Aquí, es algo así como mi Dulcinea del Toboso.
Cincuenta y pocos lustrosos años bien llevados. La longilínea de buen ver, no estaba. Los dioses no quieren entrometidos.
• En Los Santos, que coincidimos, capturé la que viste, me dice el afortunado que la frecuenta. El Domingo, no salí viendo lo que llovía. Y eso que había venido mi cuñado.
• Tu mujer es de Almazul, ¿verdad?
Cometo la indiscreción de dar por sentadas las palabras del largo que me comentó que era oriunda de esa localidad.
• No. ¡De Zaragoza! Mi esposa es mañica, con ascendencia Gómarense.
• ¡Ah! Disculpa, el amigo común con el que faeno, me dijo que era de ese pueblo, donde cazaba mi padre.
• Se confunde porque durante bastantes años festejé con una chica de Almazul.
• ¡Ajá! OK. ¿Y saliste antes de ayer.
• Sí. Cogí un par de perdices; y perdí otra, pese a irse con las patas tronchadas.
• ¡Cachis!
• ¡Hay perdiz en la Mata! Levantamos otro buen bando arriba del todo, en la Atalaya.
• No me digas.
• Sí. Cruzaron la carretera hacia Villaseca.
• ¡Caramba!
Voy a optar por creerle, aunque se me hace raro, dado que yo entré precisamente por el viso ese día y no las eché. Puede que me esté dando puerta. Tampoco sería de extrañar. La caza es muy golosa. Genera territorialismo animal también entre los humanos. En este caso, la ambición está duplicada. Me mira desconfiado intuyendo, por la excesiva amabilidad que le dedico taimado, que pretendo algo más que no descubro: llenar la retina con la perdiz salvaje que dormita.
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Llegado el día de autos, algunos como el guanche pudieron salmodiar aquello de “tres jueves tiene el año que relucen más que el sol. Jueves Santo, Corpus Christi y la Purísima Concepción. No serían ni las once cuando subieron al whatsapp la foto con tres esplendidas perdices espolonadas. La siguiente leyenda adjunta: “Me gustan los jueves”.
No fue mi caso. Todas las expectativas que me había creado de vísperas, fueron eso; castillos en el aire de la imaginación cinegética, tendente a lo poético en patético contraste con la imagen real de cualquier observador que nos viera a Mambo y a mí retornando devastados al coche a las 15.45, porfiando todavía la suerte de dar con alguna “tonta” desperdigada del bando impoluto descubierto al cabo terminal de la mañana. Como no existe ninguna tan estúpida de hacerlo al primer vuelo, pues no tuvimos opción y llegamos de vacío.
Veníamos de sufrir cuatro horas de apagón de especies similar al del suministro de gas que este 2021 se supone puede sufrir algún País de Europa, por mor de que la energía, léase el gas, está capturada por rusos y árabes, especialistas en traficar mafiosamente con él. Que el mundo se va al garete, en el sentido de que vuelve a ser una jungla salvaje, es un hecho. En el fondo, ya no existe sociedad. Por el simple motivo de que, cual sentenció Nietzsche, no queda nada sagrado. Ningún consenso existencial une ya a los humanos.
Escribo esta crónica de guerra de ayer, viendo nacer un perezoso nuevo día en Castilla, resguardada todavía bajo una manta de niebla. Imagino que la temperatura será similar: entre minus cinco y cero grados, dependiendo de las umbrías. El cielo a punto de dar a luz.
Tras un amago de arritmia a las siete de la mañana, que intranquilizó a mi mente haciéndola dudar de si podría cazar, pude hacerlo porque se quedó en eso: un amago no nato; como estéril resultaría la jornada. Un “quizás logremos abatir perdiz y liebre”.
Lo cierto es que el comienzo fue prometedor. Conforme me sucede a menudo -¿Sexto sentido?- el primer bando, de unas siete u ocho, lo tenía a escasos doscientos metros de donde decidí aparcar. Entre que aún no se veía bien, y que iba encogido por el frio, las vi marchar sin que mis reflejos resolvieran echarse la Benelli a la cara.
Se levantaron a unos veinticinco metros. Para colmo, reparé que Mambo las había presentido instantes antes y bajé el rostro para agradecérselo y estimularle, momento en el que salto la última a menos de veinte pasos. Me quedé desconcertado, memo; y tampoco hice nada por abatirla.
Esto mío no tiene nombre, o si lo tiene, es tontez. La rebusca trajo a mis retinas lo que menos me apetecía ver. Por lo visto, otros venadores también son medio brujos, porque coincidíamos allí tres nada menos. Y eso que era jueves y se supone que sólo los jubilados no trabajamos. No es así. El panorama laboral de España está como ella: desastrado. El que no tiene trabajo a turnos, está parado o es funcionario y tiene días libres a escoger cuando le venga bien. Uno de ellos era el bedel del Hospital. No reconocí al otro. El caso es que los tres anduvimos buen rato tras sendos bandos que, como suele suceder cuando se les presiona tanto, acabaron desapareciendo a saber dentro de cuál de las mil acequias sucias del cazadero.
El hospitalero, cuya adustez de trato este año hace poca gala del oficio que desempeña -supongo que por estar los servicios saturados de pacientes-, disparó a otro bando de en torno a ocho, también, según su estimación. Han criado arriba, en la antena de telefonía cercana a la clausurada gasolinera, donde reinaba una igualmente simpática gomarense de azules ojos estelares. En honor a su gentileza lo voy a denominar el bando de Estela, pues tal era su nombre.
Conseguí un segundo levante razonable, y aunque tardé en decidir a cuál disparar, lo hice contra la que se alzó en dirección contraria a las demás, por lo antes comentado de que indica ser veterana. “La vigilanta”, habitualmente. Un solo tiro a cuarenta metros que, naturalmente, no dió en el blanco, según comprobé al tercer levante donde ya no me dejó opción. Luego, regresé al vehículo por necesidad, ya que olvidé el mando del collar y Mambo hacía lo que le daba la gana, empezando por irse a quinientos metros al oír disparos de otros. Desobedecía constantemente. Tuve que quitar la correa a la escopeta para poder llevarlo controlado, y mal esquivé a los indeseados acompañantes de merodeo, para evitar discusiones. Ya he dicho que el de Sacyl tiene malas pulgas; y el largo y yo, muy mala fama, de la que está convencido.
Contra mi deseo, no quedaba otra que cruzar su trayectoria y, en la charla irremediable, comprobé dos cosas. Que rumiaba ya el motivo de acercarme tanto a él, cortando la dirección lógica de seguir en paralelo por las estrechas fajas de monte; y, segundo, que estoy dispuesto a mentir como el que más, con tal de mantener en secreto el número de royalas de la zona. Lo que les decía antes de la territorialidad. Cuanto más viejo más pellejo. Adiós a mi proverbial caballerosidad de antaño.
• ¿Has visto las perdices?, preguntó.
• No.
• ¿A qué has tirado, pues, esta mañana?
• A una liebre.
• ¡Ah! ¿Y no has visto las ocho que he echado a tu ladera?
• No. (Esto último, era verdad. Creía que sólo había una bandada)
• ¡Jodé, no sé qué andas haciendo, atravesándote tanto!
• Tranquilo. Es que tengo el coche ahí mismo en el recodo, a la entrada del camino.
• ¡Ah!
• ¿Qué idea tienes ahora?, le dije.
• Iré un ratito al otro lado de la carretera.
• Yo cambiaré de cazadero.
• Por Aliud se han oído tiros…
• Sí
Así y todo, no alteré el plan que me había trazado de víspera. Almorcé divinamente, compartiendo vituallas y agua con Mambo, y me dirigí a la bajera de la ermita de San Nicolas con intención de atacar los restos del nutrido grupo de diecisiete que criaron aquí.
Hice mal. Perdí dos horas y pico. Un caminar minucioso e inútil hasta los altos de Albocabe, los pinachos enfermos de procesionaria y el monolito, revisando, palmo a palmo, hasta los lugares propicios de lepóridos. Ningún resultado. Solo divisé alguna que otra corza con sus retoños. Mambo ya no los persigue. Los avisos eléctricos del collar han sido eficaces.
Decepcionado, a eso de las dos de la tarde, torné al aparcamiento con el efecto estimulante del Acuarius consumido del todo. Nos rehidratamos nuevamente; comí media tableta de chocolate; refrescado con un par de mandarinas, me animé a dar inicio a la última parte del plan: dar con la liebre y el machazo de perdiz huidos el domingo por los bajos del pueblo cercanos al río y el pinar del amor.
Soleado por el templado mediodía, lo hallé hermoso y evocador como siempre. Aún olía a aquella real hembra con la que yací aquí. Dios la tiene en su gloria terrenal y con cría, en los campos de Guadalajara. Acaba de ser madre. ¡Bendita sea!
Como en su día con ella, desbrocé a conciencia los interiores de un entorno tan bello. Y cual sucedió entonces, la relación íntima no produjo fruto. Ni rastro de la rubia ni del “colorao”. Las piernas quejándose. Mambo, aspeado; más pegado a mí, que separado. Supongo que aburrido ya. El hombro derecho resintiéndose y resistiéndose a sujetar correctamente el arma. La mente, descubriendo el sinsentido de esta afición. Castilla, cual acostumbra: ¡Infinita!
Miré el reloj. Las tres de la tarde. Repentinamente, los fieles oídos, permanentemente atentos, escuchan el tremor de diez o doce pares de alas alzándose vigorosas a cincuenta metros.
• “Que no estaban muertas no, no; que estaban de parranda”, dice la canción del salado de Peret. “Estaban tomando cañas, lá, lá”.
Me salió la risa viéndolas remontar los crestones tan juveniles como inalcanzables. Pero reviví la esperanza que nos hace aguantar estas torturas.
• ¡Vaya! Un bando más en el coto. Lo único bueno de esta jornada. Constatar que hay veinte perdices más de las previstas. Va a ser certera mi estimación de que tenemos un censo cercano a las doscientas, si no más.
El domingo, arritmias mediante, aquí estaré de nuevo.
Josu
Enhorabuena!!!
Otro artículo que te transporta al campo, viviendo cada momento desde tu retina.
Sigue así!!!