Es agosto otra vez. Verano, vacaciones, río y cangrejos. Pertrechados de aparejos nos adentramos en el Leizaran. La antigua vía férrea del Plazaola nos permite seguir el cauce sinuoso del río desde Andoain hasta Leiza.
Calamos los reteles. Al lado de las raíces del aliso. En un pequeño pozo. Reposa el trozo de corazón de ternera sobre las hojas semidescompuestas del lecho. Colocados todos, se vuelve al primero. Ayudados por una larga vara horquillada, izamos el primer retel. Llegan los primeros cangrejos y con él, un río de aromas que activan nuestra memoria.
Recordamos nuestra infancia, los largos paseos por la orilla del río. La emoción de las numerosas capturas. La ilusión por descubrir los secretos de la naturaleza. Y te vienen a la memoria todos aquellos que forjaron tu afición. Tu padre, algún tío quizás, primos, hermanos mayores. Todos se reúnen en ti en este mágico momento.
El cangrejo… no es el mismo que entonces, ni el río. Y nosotros tampoco. Pero la cara de satisfacción de mis hijas me dice que las cosas, en el fondo, no han cambiado tanto. Con la esperanza de que algún día sean ellas quienes me recuerden a la orilla del río mientras pescan cangrejos en el Leizaran, les enseño lo que sé. La importancia de ser respetuosos con el medio que nos rodea; los cupos, cuarenta en este caso; las tallas mínimas, 8 cm. Les recalco la importancia de cumplir las normas y las consecuencias de no hacerlo, educación en valores. Trato de trasmitirles una cultura ligada al medio natural, el placer de disfrutar de la naturaleza, de compartir un bien común y favorecer su supervivencia.
Después, sentados alrededor de la mesa, contamos viejas historias de pesca mientras rebañamos pan en la salsa de tomate que acompaña a los cangrejos. Salsa, que he heredado de mi madre, que a su vez lo hizo de la suya, que a su vez…
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